viernes, 4 de octubre de 2013




ASÍ FUIMOS... ASÍ VIVIMOS...

BIOGRAFÍA DE MI GENERACIÓN (1.940-1.980)

(LIBRO)




MANUEL DÍAZ ALEDO
                                                                           
                                                                             DYAL

   





Blog personal del autor:
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©  2013  Manuel Díaz Aledo


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NOTA DEL EDITOR: Para ver en esta publicación en internet todos los capítulos o solamente algunos de ellos basta con hacer clic sobre el título que aparece, para cada uno, en la sección ARCHIVO DEL BLOG en el lateral derecho de esta primera página y, de este modo, se entra en cada capítulo o bloque de capítulos. Algunos de estos contienen fotografías.



ÍNDICE DEL LIBRO:

Breve Introducción

PRIMERA PARTE
Cap. 1:    Boceto de mis vivencias personales
Cap. 2:   La dura vida de la posguerra
Cap. 3:   Las historias de papá y del abuelo
Cap. 4:   Los años del racionamiento y el estraperlo
Cap. 5:   Del racionamiento al consumismo
Cap. 6:   Nuestras casas
Cap. 7:   Las tareas del hogar
Cap- 8:   Niños, médicos y enfermedades
Cao. 9:   Comidas y meriendas
Cap. 10: Trenes y tranvías
Cap. 11: De la lotería a las quinielas
Cap. 12: El colegio y sus métodos de enseñanza
Cap.13: La urbanidad y las reglas sociales
Cap.14: Juegos y juguetes
Cap.15: Del TBO a la biblioteca
Cap.16: El Bachillerato
Cap.17: El Preu
Cap.18: Las pensiones de estudiantes
Cap.19: Mi generación y la política
Cap.20: Las vivencias religiosas
Cap.21: La Semana Santa
Cap.22: Las fiestas populares
Cap.23: La música de nuestra juventud
Cap.24: Del baile en la Plaza Pública al guateque
Cap.25: La radio, entrañable compañera
Cap.26: El cine y su evolución
Cap.27: El cine de verano y en la Plaza de Toros
Cap.28: La llegada de la televisión
Cap.29: El fútbol y nuestros ídolos en otros deportes

SEGUNDA PARTE: Algunos usos y costumbres

Cap.30: La ropa heredada
Cap.31: El zurcido de los calcetines
Cap.32: Las tertulias al anochecer en la puerta de las casas
Cap.33: El cuadro de la Última Cena en el comedor
Cap.34: La mesilla de noche y el orinal
Cap.35: La botella de agua o de arena para calentar la cama
Cap.36: El flix matamoscas
Cap.37: El vino con agua de seltz
Cap.38: El engrudo para pegar
Cap.39: Los patios de vecindad
Cap.40: La siesta
Cap.41: El botijo
Cap.42: Las grandes maletas de madera y los baúles
Cap.43: Las meriendas infantiles
Cap.44: La escopeta de balines
Cap.45: La cometa
Cap.46: El regaliz y las golosinas
Cap.47: Los gusanos de seda
Cap.48: El juego de las chapas
Cap.49: La venta callejera de barquillos y patatas fritas
Cap.50: Cantar en casa y por la calle
Cap.51: Silbar
Cap.52: Los piropos
Cap.53: Las rifas callejeras
Cap.54: Jueves: niños, chachas y soldados
Cap.55: Sin música en Semana Santa
Cap.56: Los perros callejeros y los laceros
Cap.57: La venta de tabaco picado de las colillas
Cap.58: Las boquillas para fumar
Cap.59: El papel de  fumar
Cap.60: La maquinita para hacer cigarros
Cap.61: La copa de coñac
Cap.62: El pluma para la lluvia
Cap.63: El seiscientos
Cap.64: Los ecos de sociedad en los periódicos
Cap.65: El paso del Ecuador

TERCERA PARTE: Oficios y profesiones antiguos




BREVE INTRODUCCIÓN


Este libro, que tienes a la vista querido lector, es un compendio de vivencias del autor a lo largo del período que va de 1.940 a 1.980. O si quieres verlo de otro modo, de las décadas cuarenta a setenta, ambas inclusive, del pasado siglo XX. Pero es más, aspira a reflejar la biografía de las gentes de mi generación, de quienes nacimos en los años cuarenta, de los que hemos sido denominados como los niños de la posguerra o los nacidos en la posguerra.

Trata esta obra de ser una visión amplia de la España de esos años. Por tanto abarca cuestiones costumbristas, sociales, usos y modos de vida, experiencias personales... Todo ese complejo entramado que conforma la vida de una generación. Generación, por otro lado, que escuchó de niños muchas narraciones y conversaciones a sus mayores de la cruda realidad anterior vivida por ellos. Generación la nuestra que hubo de vivir una dura infancia en plena época del racionamiento y el estraperlo, de las imposiciones del Régimen político imperante y de su influencia en nuestra educación.  La simple lectura del extenso índice da una idea del amplio contenido de este libro.

Nuestra generación tiene en su trayectoria vital, el haber partido de esa dura posguerra, haberse desarrollado en todos sus aspectos en el franquismo y en el peculiar esquema social que le acompañó y en llegar a nuestra madurez, votando en las urnas, en las primeras elecciones democráticas españolas en 1977 y participando, de ese modo, en la construcción de un nuevo sistema político.

Creo que no se puede negar a nuestra generación una variada existencia en el aspecto social. Podemos contar muchas cosas vividas y prolongar así la transmisión de éstas a lo largo de los años y de la historia. A esto aspira el autor de este libro - con humildad y reconociendo que se trata de un simple grano de arena más - aportándolo al conocimiento de esos cuarenta años de la vida española.

Me resta por decir que no es un libro de la historia de España de esos años, ni procede de investigación alguna al respecto, ni es un tratado o estudio sociológico ni está escrito desde óptica política alguna. Es, simplemente, el resultado de vaciar en el papel la mochila de mis recuerdos y sentimientos de esos años. 




CAPÍTULO 1
BOCETO DE MIS VIVENCIAS PERSONALES

Este libro trata de contar y exponer una visión de la España de mi generación, la de quienes nacimos en los años cuarenta del pasado siglo XX.  Se nos ha denominado, con frecuencia, los niños de la posguerra.  Cuando nacimos, hacía muy poco tiempo que la cruel contienda fratricida española había terminado. El país, sangrando todavía por todas las heridas dejadas por la guerra, trataba de respirar, de sacar la cabeza del agua y mirar al frente. Había que volver a la normalidad, regresar al trabajo, ganarse la vida para sobrevivir en esos angustiosos e ignotos tiempos que venían.  Nadie sabía qué iba a pasar, cómo se iban a desarrollar las  cosas en la vida política nacional. Y para colmo de males, en esos años hasta 1945, la guerra mundial asolaba gran parte de nuestro planeta. 

Así, los españoles vivíamos entre las penurias y congojas de un doble frente: la lucha por la supervivencia en un mundo y en un orden nuevo en España y las posibles consecuencias de la guerra aliada contra los ejércitos nazis de Hitler. El panorama en España no podía ser más desolador en esos años, preñados de toda clase de dificultades para la mayor parte de la población. A eso se unía el regreso de muchos de los combatientes, que habían sobrevivido a la contienda, a sus pueblos y ciudades de origen. Sin trabajo, sin medios de vida y con sus dramas personales en la mochila. La generación de nuestros padres, arrastrada por las decisiones de los políticos del momento, se vio envuelta en una lucha de unos contra otros, en plena juventud. Y esas crueles vivencias se tragaron su vida juvenil, los años desenfadados y alegres de todos ellos. Maduraron de golpe y se saltaron, la mayoría de ellos, esa etapa de la vida. Al acabar la guerra, su rostro y su figura, reflejaba en  ellos las penurias pasadas y ese tránsito a hombres ya hechos, pese a sus edades todavía jóvenes.

En esas circunstancias de la vida nacional, que en gran parte iremos desgranando en este libro capítulo a capítulo, fuimos naciendo una nueva generación de españoles. Íbamos a ser los que no habíamos conocido los albores de la guerra, ni las pugnas políticas de los años treinta que condujeron al conflicto. Y también, la de quienes no habíamos conocido la lucha, ni los bombardeos, cañonazos, fusilamientos y toda la parafernalia dramática y de destrucción que la acompaña siempre. Pero nuestra existencia iba a estar marcada por el recuerdo de esa guerra, que oiríamos contar miles de veces a nuestros mayores, en nuestros años de juegos y de infancia. Y como cada cual escuchó de labios de los suyos sus propias experiencias, siempre subjetivas, esto marcaría profundamente a muchos hijos de aquellos combatientes o víctimas de la guerra en las retaguardias urbanas o rurales.

Este libro no es, como ya se indicó en la introducción, una biografía personal del autor. Tampoco un relato cronológico de mis vivencias. Se pretende narrar, lo más aséptica y objetivamente posible, la vida que vi pasar a mi lado a lo largo de los años. También la que oí contar en muchas ocasiones a familiares, amigos o medios de comunicación de esas décadas. Todo ese bagaje de experiencias de mi propia generación es el que voy a ir exponiendo. Lógicamente, no me es posible contar aquello que no viví o que no conocí en algún modo. De aquí que mi visión sea, necesariamente, parcial y sujeta a opiniones contrapuestas o de desacuerdo. Al fin y al cabo, cada uno puede narrar, con la autoridad que da el haberlo vivido en primera persona, aquello que conoce.  Y éste es mi caso.

Pero aunque no va a ser un relato autobiográfico, que estaría ahora fuera de lugar y posiblemente falto del interés suficiente, si es necesario que encuadre toda mi  exposición en el marco de mi propia vida y, en consecuencia, de mi propia generación. Por esto, aparecerán con frecuencia referencias a hechos vividos personalmente. Pienso que esto dará una mayor fuerza y credibilidad a la narración. Por este motivo, y porque mi caso personal se sale un tanto de lo más general, entre quienes venimos de esos años, punto de arranque de este libro, es más necesario exponer algunas vivencias personales. O más bien hitos o peldaños de mi propia vida, en especial de aquellos años de infancia y juventud.

Vine al mundo, en plena época de la posguerra, en Valladolid. Pero esto sería un mero accidente sin apenas significado e influencia posterior. A los pocos meses mis padres se trasladaron a la ciudad de Valencia. Allí, en la céntrica calle de Ruzafa primero y, más tarde, en una nueva barriada en Xirivella, pasaron mis primeros siete años de vida. De este modo, esa primera etapa de la posguerra, de la década de 1940-1950, transcurriría en la ciudad del Turia. Eso sí con frecuentes desplazamientos a Alicante, la ciudad natal de mi madre y toda la rama familiar materna.



Maqueta del barrio de Chirivella en  el que viví




Paseando por Alicante hacia 1948












La ciudad de Melilla en que vivimos tres años



A los siete años, mis padres volvían a levantar su casa de Xirivella, acuciados por la necesidad de mejorar de vida, en medio de las apreturas de la España de esa época, para desplazarse a vivir al norte de África, a Melilla. A esa ciudad, un tanto exótica y pintoresca de aquel 1950. Es fácil imaginarse lo que supuso, para un niño de siete años, verse inmerso en la vida de aquella pequeña urbe norteafricana. Mis ojos contemplaron entonces un mundo lleno de color y misterio, de sorpresas en cada esquina y cada día del calendario. No duró más que tres años esa aventura de Melilla. A la edad de diez años, mi padre sintió la llamada de su tierra y, un tanto cansado de soportar los rigores climatológicos del clima norteafricano, unido al éxodo de sus compañeros, uno tras otro de regreso a la península, siguió sus mismos pasos. De este modo, en una veraniega mañana de julio de 1953 la motonave Puchol nos trasladaba a la ciudad de Málaga. Después atravesamos en tren todo el país, haciendo un alto en Madrid, hasta llegar a Lugo. Un autobús nos depositaría, a continuación, en el pueblo de Ribadeo, en plena costa cantábrica gallega.


Puerto de Melilla y el Puchol amarrado

Con diez años, comenzaba una etapa de vida pueblerina en esa hermosa villa gallega que iba a constituirse en el núcleo básico de mis raíces vitales. Mi infancia y adolescencia transcurrió allí, en  la monotonía maravillosa de sus días escolares y de vacaciones. En medio, hubo un período de dos años en los cuales, en un nuevo traslado por cambio de lugar de trabajo de mi padre, nos fuimos a vivir a la villa de Tapia de Casariego en el Occidente de Asturias. Al cabo de ese tiempo, regresamos a Ribadeo. En esos años estudié el Bachillerato y al terminarlo, llegó mi primera salida de la casa paterna para seguir estudiando lejos del pueblo. El curso Preuniversitario me llevó, otra vez, a Alicante en 1959, viviendo en esa bellísima ciudad mediterránea. Y, al término de ese curso, regresé a Galicia de nuevo. Comenzaba, o debía comenzar, una nueva etapa de mi vida, la que me debería de poner, a su término, en la parrilla de salida de la vida laboral.



Autobús como el que nos llevó a Ribadeo en 1953




Muelle de Ribadeo en los años cincuenta


Tapia de Casariego en la época en que viví allí

Finalmente, me trasladé a Gijón a estudiar. A los cuatros años pasados en esa  ciudad asturiana, le siguió la etapa del servicio militar en La Coruña. Y a partir de ahí, comenzaba mi vida laboral y cinco años más tarde formaba mi propia familia en esa ciudad, tras mi matrimonio. Mi trabajo me fue llevando a diversas empresas, de distintos tamaños y problemática, cronológicamente, en Madrid, Ferrol, de  nuevo Madrid y La Coruña.

He puesto  a la vista del lector de este libro este breve resumen de mi trayectoria vital y de lugares de residencia para hacer más comprensible las diversas situaciones que iré describiendo. Solamente unas vivencias tan variadas, debido al tránsito por tantos lugares, permiten extraer ahora unos recuerdos tan amplios y a la vez tan generales. Esto me posibilita hablar de mi generación de forma más abierta, en abanico, desplegada en múltiples situaciones y experiencias y hacerlo en primera persona como espectador que fui de las mismas.  Basta decir, como ya se ha señalado, que a los diez años ya había vivido en una gran ciudad, en otra pequeña del Norte de África y en un pueblo del Cantábrico. Había transitado por Málaga en coche de caballos, por tierras de Murcia en un carro campero, hechos dos viajes en barco en el Mediterráneo cruzando el Estrecho y un largo e interminable viaje en tren por la península. Y como algo excepcional, había vivido una terrible inundación en la ciudad del Turia con el agua a las puertas de mi casa, un terremoto en Melilla y una tempestad de arena del desierto en esa misma ciudad. Demasiadas experiencias para tan pocos años y para llevarlas en la mochila de mis recuerdos infantiles cuando comencé mi bachillerato.

Algo que se deriva de esos múltiples cambios de residencia es, a su vez, los frecuentes cambios de amigos y compañeros. También los diferentes ambientes en que me fui encontrando, la distinta idiosincrasia de las gentes de unos y otros lugares, la climatología, las costumbres locales y los peculiares personajes atípicos o llamativos que siempre existen en todas partes. Hablando en términos de sociología, he podido conocer toda una variada tipología ambiental y de costumbres.

En las páginas que siguen se ampliarán suficientemente algunas de estas cuestiones, pasadas ahora esquemáticamente, cuando encajen en el tema tratado. Apelo a la comprensión del lector para que disculpe el rebobinado de algunos aspectos personales  de mi vida, que he considerado necesario hacer, con carácter previo.

CAPÍTULO 2
LA DURA VIDA DE LA POSGUERRA

El 1º de abril de 1939 terminaba la dramática guerra civil española y se cerraban tres años terribles en nuestra historia colectiva y una década, la de los años treinta, que había transformado por completo la sociedad y la vida de España, hasta llevarla a esa feroz contienda. Si bien esa fecha podía llevar a las gentes la alegría del final del conflicto, la situación en que el país había quedado teñía el presente y el futuro de fantasmagóricos nubarrones negros. Con este cuadro, la década de los años cuarenta del siglo XX no podía tener peor comienzo. Y esto se agravaba sobre manera por el estallido de la II Guerra Mundial en 1939. Para los españoles, un conflicto enlazaba con el otro.

Es de sobra conocido el lamentable estado en que quedó el país en sus ciudades, pueblos y aldeas. En sus campos e industrias. La destrucción asomaba su cabeza por doquier. En la mayoría de lugares de nuestro territorio se podían ver las huellas de la guerra en edificios y carreteras, en las vías de tren y en los puertos marítimos. En todas partes, aunque en unas zonas más que en otras. Pero la tónica común era la destrucción y la desolación en el paisaje urbano y en los campos de España, muchos de ellos cruzados por interminables líneas de trincheras.

Y en el aspecto humano la situación no era mejor. Numerosas familias habían perdido a alguno de sus miembros en los frentes de batalla. Otras lo hicieron en las purgas y fusilamientos masivos de los primeros días del conflicto. Familias separadas por el muro feroz de haber pertenecido a uno u otro bando, que no habían sabido nada unos de otros en esos tres años. Desaparecidos por todas partes. Niños huérfanos y viudas en gran número. Una inmensa legión de mutilados de guerra, la mayoría soldados heridos en los frentes de batalla. Muchos de ellos ya sin posibilidad de recuperación para el resto de sus días. Lisiados de por vida, con miembros amputados, ciegos o enfermos psíquicos. Un verdadero desastre que infundía pavor.

La destrucción de infraestructuras y de numerosas fábricas, unida a las cosechas perdidas y al ganado muerto, dejó sin posibilidades inmediatas de trabajo y de medios de vida a muchos españoles. Y tuvieron que comenzar infinidad de compatriotas sus nuevas trayectorias, la búsqueda de cómo poder sobrevivir. La posguerra quedó marcada para siempre, sobre todo, por la lucha por la supervivencia de los españoles. Unos tuvieron más suerte y pudieron reintegrarse a su vida laboral anterior al conflicto. Pero otros muchos, tuvieron que comenzar de nuevo. El regreso a casa de los combatientes llevó, junto a la alegría del retorno, las dificultades para encontrar un trabajo o una actividad que les permitiera un modo de vida.

Pero el final de la guerra, alumbró en muchos hombres y mujeres jóvenes el deseo de casarse y formar una familia, una vez que todo había acabado. Unos con sus antiguas novias, que habían mantenido esos años el leño encendido de viejos amores. Otros, en noviazgos fraguados al regreso a sus hogares,  en los mismos frentes de combate o al finalizar la guerra. En esos primeros años de los cuarenta, numerosos jóvenes contrajeron matrimonio. Este fue también el caso de mis padres. Y así, una lluvia de nacimientos se fue produciendo a lo largo de los primeros años de esa década.

No deja de ser una paradoja ese hecho, en medio de la penuria que asolaba a la mayor parte de la población española. Pero así fue. La normalidad fue volviendo a la vida ciudadana en cuanto al desarrollo de todas las actividades productivas, económicas, financieras y laborales. La escasez de alimentos, que alcanzaba prácticamente a todos ellos, unido a los escasos medios económicos de la mayor parte de la población, derivó en la lucha por obtener los elementos básicos para la alimentación. Y así, surgió la implantación, por parte del Gobierno, de las cartillas de racionamiento. Esto, en esencia, era un instrumento que si bien posibilitaba el acceso a los alimentos más básicos, también limitaba las cantidades a percibir a valores mínimos y claramente insuficientes. Ese sistema de las cartillas que debían de presentarse para adquirir los lotes autorizados de pan, arroz, lentejas, aceite, garbanzos y algunos otros alimentos básicos, pasaron a formar parte fundamental del paisaje humano en todas partes, sin demasiadas posibilidades de salirse de este sistema. Eso sí, propició la aparición del fenómeno del estraperlo. Gentes sin conciencia ponían a la venta, a espaldas de la autoridad o bajo la tolerancia de ésta, artículos no incluidos en las cartillas o esos mismos a precios abusivos, y que obtenían con frecuencia por métodos poco ortodoxos. El sistema generó, también, toda clase de trueques entre las familias intercambiando unos artículos por otros.

El dinero escaseaba porque se ganaba poco. España se había metido, además, en la  autarquía y debía valérselas por si misma, con todas las puertas al exterior cerradas a cal y canto. Los países aliados frente al régimen de Hitler, tenían a España por sospechosa de colaboración con Alemania. Y le impusieron un rigurosísimo bloqueo. Esto agravó mucho más, si es que esto era ya posible, la situación del pueblo español entregado a la supervivencia a toda costa. Aparecieron, entonces, sustitutos del dinero como moneda de cambio. Había que organizarse como se podía.

El hambre, como es fácil entender tras lo narrado hasta aquí, hizo su aparición por todas partes. Las ciudades se llevaron la peor parte. La desnutrición rondaba a todos, pero en especial a los niños. Y así surgió una generación de niños más bien ligeros de peso, enjutos y con carencias alimenticias. Nuestros padres tuvieron que hacer milagros y equilibrios sin fin para ir salvando el día a día. Todos nos acostumbramos a comidas sencillas y frugales, con exceso de legumbres y patatas y escasez casi infinita de carne y de pescado. Realmente fue admirable la lucha de nuestros padres para sacar adelante sus familias en aquellas condiciones.

Para terminar de ennegrecer el cuadro, ya de por sí gris a más no poder, la siempre caprichosa climatología trajo sobre nuestro país varios años de sequía que abrasaron los menguados campos de nuestra meseta y tierras del sur. Y varias epidemias de enfermedades, entonces difíciles de combatir, se unieron al asedio que parecía sufrir España.

Este era el crudo panorama que apareció ante los ojos de los niños de la posguerra, los que nacimos en esos años cuarenta del siglo pasado. Es muy difícil de imaginar ahora, desde el relativo confort de la vida moderna, lo que aquello supuso en la vida de nuestros padres y en nuestra infancia. Pero, por otra parte, el espíritu de supervivencia humana no tiene límites a la hora  de la verdad. Y es posible, además, enfrentarse a esas situaciones con el ánimo alto y la alegre canción en los labios. La psicología humana requiere y necesita la expansión de la huida del pesimismo y del desastre, el dejar, por momentos, de pensar en ello. Y así, el pueblo español trataba también de divertirse algo en su escaso tiempo libre y de suplir con pequeñeces las carencias que tenía de cara a sus hijos.

Todo cuanto llevamos dicho en este capítulo de la posguerra española nos permite un desarrollo más detenido y puntual de numerosos aspectos. Así, costumbres, sucesos, modos de vida de esos años van a desfilar en las páginas que siguen de este libro. Y trataremos de transmitirlas lo más fielmente que nuestra memoria nos permita. 
CAPÍTULO 3
LAS HISTORIAS  DE PAPÁ Y DEL ABUELO

Para este tema, previamente hay que exponer varias cuestiones. Me refiero a algunas costumbres sociales y familiares propias de la primera parte temporal que estamos recorriendo. Los niños de mi generación, los nacidos en esa posguerra española, fuimos educados en escuchar a los mayores. De una parte, las posibilidades en el tiempo de ocio de nuestros hogares no eran muchas. Más bien eran muy escasas. De otro, las normas de educación de esos años llevaban a que los niños callaban cuando los mayores hablaban. Y resulta que los mayores hablaban mucho en nuestra presencia, ya que conversaban frecuentemente con parientes y amigos. ¿Por qué? Se entiende más fácilmente si pensamos que las visitas en las casas eran muy habituales. Constituían una de las formas de relación familiar y social más extendidas. Y de las más baratas.
Era muy normal, en especial los domingos, que unos familiares fuesen a  las casas de otros, o que entre amigos se hiciese lo mismo. En esos encuentros, generalmente en las tardes de los domingos, quienes iban a una casa traían a sus niños que, a su vez, se juntaban con los de la casa que visitaban. Puedo dar fe de que esta dinámica la viví infinidad de veces. Pero las casas eran pequeñas y no demasiado bien dotadas. Por eso, si la climatología lo permitía, los niños íbamos a la calle, jugando delante de la casa. Pero, bien a la hora de merendar, bien porque la lluvia y el mal tiempo no favorecían estar fuera de ella, los chicos terminábamos por estar alrededor de la misma mesa que los mayores o merodeando por allí. ¿Qué hacían entre tanto nuestros padres y sus parientes o amigos? Aparte de consumir un sucedáneo de café o de chocolate con unas galletas o a palo seco, hablar. Las conversaciones se extendían durante esas horas de la tarde hasta el anochecer. El tiempo parecía no existir y el reloj marcaba las horas parsimoniosamente. Los niños, con frecuencia en esas ocasiones, suspirábamos porque se acabase todo y pudiésemos regresar a nuestras casas. Pero aquellas conversaciones seguían y seguían.

Debo confesar que, en mi caso, la facultad de escuchar la tenía bastante desarrollada. Tanto como para entretenerme y hasta divertirme oyendo las historias que en muchas de esas ocasiones oía. Me gustaba atender, en especial cuando aquellas largas conversaciones, en las que alguien solía llevar la voz cantante, saliéndose de los asuntos domésticos y del día a día, entraban en el terreno de las aventuras y de los sucesos vividos por unos u otros. Y ahí enlazamos con las historias de papá y del abuelito.

Nuestros padres tenían mucho que contar, ya que sus vidas habían sido muy intensas y pródigas en acontecimientos extraordinarios. Todos habían pasado una guerra y sus múltiples dramas y peripecias. También habían transitado por las crudezas de los años treinta. Años que habían triturado la convivencia entre los españoles, dividiéndolos y poniendo las bases para el desastre del 36. También tenían en sus recuerdos los años de infancia, con vivencias ya muy distantes a las nuestras. Y los abuelos no se quedaban atrás. El que no había vivido el desastre de Cuba, había conocido las andanzas de Abd del Krim o la de los últimos de Filipinas. Y otros conocieron la emigración a Argentina, Uruguay o Cuba del final del XIX o los albores del siglo XX.  Por todo esto, el bagaje de vivencias y experiencias que se podían escuchar, en aquellas tardes de visita, podía llegar a ser fascinante para un chiquillo de la época.

Esto posibilitó que, aunque fuera de forma obligada por los modos y costumbres de vida de esos años, la transmisión oral de sucesos, acontecimientos, vivencias y sentimientos, continuase la rueda de la vida, la que venía girando desde el principio de los tiempos. Así, el que más y el que menos, supo y tuvo en esos años de niñez, noticia de sus antepasados y de sus experiencias. Si esto se aderezaba, como fue mi caso, con el buen humor, el gracejo en el narrar y el chiste fácil de algunos de los participantes en aquellas reuniones y visitas, el éxito quedaba garantizado. Pero, claro está, esto no se contradice con el deseo de la chavalada de escaparse a la calle a jugar al fútbol o a la rayuela, por citar dos evasiones clásicas de niños y niñas, tan pronto como era factible. O de ir a refugiarse a la habitación del niño o niña de la casa, en la que guardaba sus juguetes o sus cuentos, y pasar mejores ratos de infancia.
CAPÍTULO 4
LOS AÑOS DEL RACIONAMIENTO Y EL  ESTRAPERLO

Los años cuarenta, período  temporal  inicial que consideramos en este libro, estuvieron marcados por  el hambre y las dificultades para abastecerse de alimentos básicos por parte de la población española. Y esto se configuró, en la práctica, en el sistema de racionamiento. El paso a los cincuenta no varió excesivamente la situación, salvo un inicio de recuperación de la actividad económica en diversos frentes. Los españoles empezamos a sacar la cabeza del agua, pero éstas eran todavía muy profundas.

La escasez de alimentos era muy grande. Para intentar paliar la situación el Gobierno franquista puso en marcha el denominado racionamiento. De este modo, pasaba a controlar la distribución de toda clase de alimentos, en especial los básicos para la población. De esta tarea se ocupó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. Quedaron establecidas las cartillas de racionamiento de uso obligatorio para poder adquirir esos productos alimenticios. Este sistema estuvo vigente entre 1940 y 1952. Existían tres clases de cartillas: las de primera, segunda y tercera categoría. Las de primera daban derecho a menos suministros, ya que pertenecían a quienes tenían mejor situación económica. Las de tercera eran las de familias más pobres. Las de segunda, en consecuencia, eran para el resto de la población. Esas cartillas disponían de una serie de cupones que se podían ir cortando para su entrega, a cambio de la ración de alimentos suministrados, en determinados lugares establecidos por la Comisaría de Abastos. En muchos pueblos ese reparto se hacía con camiones del ejército. En 1943 las cartillas pasaron a ser individuales en vez de familiares.


Se distinguía entre raciones de hombre adulto, mujer adulta, personas de más de 60 años y niños. Se iban estableciendo unos cupos semanales que figuraban en carteles o listas colocados en la puerta de los establecimientos de distribución. Estos variaban con cierta frecuencia, según las posibilidades reales de entrega de los alimentos por parte de la Comisaría de Abastos. Cada familia tenía asignado el lugar para surtirse semanalmente. No se podía adquirir nada, legalmente, en ningún otro establecimiento  ni excederse de las raciones asignadas.

La ración semanal podía estar formada, a título de ejemplo, por un cuarto de litro de aceite, 250 gramos de pan, 100 gramos de arroz, 100 gramos de lentejas o garbanzos, jabón de taco y tabaco. Se añadía, con frecuencia, un kilo de patatas o boniatos y para los niños, algo de harina y leche. Pero debemos añadir algunas consideraciones al respecto. El pan no era de trigo, sino que solía ser un chusco de pan negruzco, en el que el centeno sustituía a aquel. Las legumbres iban acompañadas de tal cantidad de pequeñas piedrecitas, restos vegetales y hasta de bichos que requerían un cuidadoso repaso manual, encima de la mesa, para quitarles todas aquellas impurezas. Los niños de mi generación aprendimos de nuestras madres la forma de hacer esta tarea de limpieza de las lentejas. Y, con frecuencia, ayudábamos haciéndola nosotros mismos. El aceite faltaba con mucha frecuencia y había que recurrir a sucedáneos. En alguna ocasión aparecía en el suministro algo de membrillo. Y, en bastantes ocasiones, las cantidades antes citadas debían disminuirse por no haber suficientes suministros para todos.

Estas cantidades de comida eran insuficientes para la mayor parte de la población, por lo se debía recurrir a intentar solucionar este déficit alimenticio por otros medios. Quienes tenían parientes en pueblos y aldeas agrícolas lograban, en ocasiones, acceder a otros alimentos como las castañas, el pan de maíz o algo más de leche. Pero esto era solamente posible para unas minorías. A veces se recurría al trueque de unos productos por otros. Te doy algo de pan y me das un poco de aceite o cualquier otra proposición. La otra alternativa era la de acudir al estraperlo o mercado negro. Pero esto solamente era posible para quienes tuvieran más disponibilidad económica, con frecuencia familias más ricas y pudientes o afectos al Régimen político imperante, situados en el aparato administrativo, político y gubernamental.

Antes de considerar el estraperlo y sus formas, debemos detenernos en la habilidad de las amas de casa para hacer diversas comidas, frecuentemente aparentes, pero elaboradas con los mínimos medios posibles. De ahí fueron surgiendo, entre el pueblo, variados platos, originales y no conocidos anteriormente. Eran fruto de la viveza de las madres para hacer verdadera magia doméstica con lo poco que tenían en sus despensas o alacenas. Y, además, se iban propagando por todo el país. Así recuerdo en mi casa, las patatas viudas, cuyo único ingrediente eran las patatas como su nombre indica, con algo de colorante. En otros lugares se denominaban patatas a lo pobre. La olleta viuda fue otro plato del Levante español con patatas y garbanzos, bien coloreado para mejorar su aspecto. Y el plato de lentejas, igualmente viudas ya que no llevaban nada. Éste pasó a ser algo así como el plato nacional. Pero todo ello, con cantidades pequeñas para cada comensal, ya que no había la necesaria.

Existían sucedáneos de diversos productos. Así, la achicoria y la cebada tostada eran utilizadas en lugar del café, artículo totalmente inexistente en el sistema de racionamiento instituido. Se utilizó, también, la denominada cascarilla de café. La  escasez de tabaco llevaba a muchos a fumar hojas secas de patata o de otros vegetales. El aceite podía suplirse derritiendo determinadas mantecas y sebos.

Ante esta gravosa situación, no tardó en aparecer el estraperlo, antes mencionado. Se trataba de un mercado negro, surgido al margen del oficial y, por tanto, ilegal y prohibido. Pero, en parte, porque quienes lo ponían en marcha procuraban hacerlo clandestinamente, a espaldas de la vigilancia de la Autoridad o por contar con la colaboración o con la vista gorda de funcionarios de Abastos o de la Administración Pública, este mercado funcionó en todo el país. Muchos de los que se dedicaron a esto hicieron buenas fortunas, pasando a ser realmente ricos. Al final del período de racionamiento, muchas de estas riquezas, labradas en la posguerra, a costa del hambre de la población, pasaron a integrarse en otras actividades empresariales legales.

En los lugares en los que se estraperlaba se podían adquirir multitud de artículos no incluidos en los racionamientos o cantidades superiores y adicionales de los autorizados para las cartillas. Pero esto tenía un precio, con frecuencia elevado para las posibilidades del momento, que había forzosamente que pagar en dinero o en otros productos apetecibles para el estraperlista. En ocasiones esta actividad era perseguida por las autoridades, sancionando a sus titulares e, incluso, publicando sus nombres en algún periódico.

Afortunadamente, en 1952 se eliminó el sistema de las cartillas de racionamiento y se liberalizó la apertura de tiendas de todo tipo. Con esto ya fue posible adquirir aquello que cada uno pudiese pagarse con su dinero. Naturalmente, esto solucionó las posibilidades de adquisición de artículos alimenticios y de las cantidades a comprar para cubrir las necesidades mínimas. Pero lo que no solventó fue la pésima situación económica en la que continuaba una gran parte de la población hispana. Únicamente, al ir avanzando esa década de los cincuenta, fue posible ir mejorando y poder afrontar esas compras alimenticias mínimas para el sustento de la familia.

CAPÍTULO 5
DEL RACIONAMIENTO AL CONSUMISMO

Las dificultades seguían y muchos compatriotas continuaban, como en las décadas anteriores, su marcha a otros países. La emigración a América era importante todavía.  También  el éxodo desde la España rural hacia las ciudades, en especial Madrid y Barcelona, aumentó considerablemente. Muchas familias buscaban así mejorar sus condiciones de vida, a cambio de muchas privaciones y más trabajo. A lo largo de los cincuenta, el fenómeno que solemos denominar consumismo no existía ni se le esperaba. Veíamos un mundo, para nosotros irreal, en las películas americanas tan abundantes en nuestros cines. La realidad hispana estaba a años luz de aquellas casas lujosas y bien amuebladas, de las cocinas maravillosas, dotadas ya de toda clase de adelantos, de aquellos grandes almacenes y oleadas de gentes comprando en ellos. Nuestra vivencia era muy otra. Era la de las tiendas de barrio y de calle que vendían un poco de todo. La de casas, por lo general, sin más comodidades que sus muebles pasados de padres a hijos. Cocinas de hierro, tipo bilbaíno, de leña o carbón.  Cuartos de baño sin bañeras. Algunos con lavabo y muchos con palangana. Luz eléctrica escueta, con sus viejos cables, tipo cordón, tendidos sobre aisladores blancos en las paredes de las habitaciones.

El consumo de alimentos comenzó a ampliarse poco a poco a lo largo de esa década, forzado por la autarquía, que permitía poner toda la gran producción agrícola, ganadera y pesquera de nuestro país en nuestros propios mercados para abastecimiento de la población. La ropa que vestíamos, sin marca generalmente, la estiraban nuestra madres a base de arreglos y remiendos, cosidos y zurcidos. En general, nos manejábamos con muy pocas prendas y, con mucha frecuencia, la ropa de padres y tíos servía, tras un apaño, para  niños y jóvenes.

No había consumismo de ninguna clase. Se iba a mínimos de gasto, generalmente. Y la costumbre establecida es que todo debía durar y a todo se le hacía durar. Y en la alimentación, pocas alegrías. El tiempo de ocio, que solía limitarse a los domingos y todo lo más ampliado en la tarde sabatina, se llenaba con paseos innumerable por calles y carreteras, visitas a parientes y amigos y, sobre todo con la gran evasión del cine.  De todo esto trataremos en otros capítulos. Pero el cine permitía soñar con otro mundo y otras vidas que nada tenían que ver con las nuestras. Por eso constituía la gran válvula de escape de la mayoría de los españoles.

Pero, poco a poco, esa visión continuada de la vida de la sociedad norteamericana, así como la inglesa o francesa, por poner dos ejemplos, fue haciendo ver que existía y era posible otro mundo, otra sociedad. Para ello se precisaba mayor libertad en todos los frentes y una economía nacional más abierta y menos controlada. El liberalismo o una economía de mercado al estilo de esos países citados. El aislamiento de España y sus fuertes barreras proteccionistas eran un obstáculo. Pero la conciencia en esta dirección ya había echado a andar. Y pronto vendría el gran cambio.

La entrada en los sesenta supuso el inicio de ese cambio. En lo político se limitó a los aspectos económicos, en los que se produjo un importante impulso de liberalización de nuestros mercados. Otra cosa fue en cuanto a los gustos y apetencias de todos nosotros. Un aspecto significativo es que todos los jóvenes comenzamos a vestir de otro modo. Empezamos a pensar en las marcas y a consumir. La televisión ya implantada en nuestro país, que día a día entraba en más casas, nos bombardeaba con publicidad en toda clase de productos. Ya no era lo mismo aparecer en la pandilla de amigos y amigas con un jersey calcetado por nuestras abuelas, que con otro comprado en los almacenes X  y de  la marca Z. Y lo mismo con el calzado, con los pantalones o con las faldas de las chicas. Nos mirábamos unos a otros y observábamos nuestro vestuario. Al tiempo que se formaban esos grupos de afinidad social, se fomentaba ya la imitación y la igualdad en la vestimenta. Pero, esto no sucedió en un día, sino poco a poco. La estratificación social y las posibilidades económicas que cada familia iba alcanzando, marcaban la pauta en este fenómeno . El consumismo estaba ya a las puertas.

No obstante esos niveles de consumo que menciono, apenas llegamos a vivirlo en plenitud los jóvenes de mi generación. La mentalidad de nuestros padres, forjada en el ahorro y el aprovechamiento de los recursos escasos, no lo permitía, salvo en familias adineradas que también las había. Todo se quedaba en unos  pantalones vaquero -  la prenda más significativa del cambio producido y del mimetismo juvenil – jerseys de pico azules, verdes, rojos o amarillos, chaquetas de punto de esos colores, mocasines o kiowas y los tenis. Y poco más.

Los años setenta supusieron para la mayor parte de mi generación, el tiempo de las bodas y el nacimiento de los primeros hijos o de todos ellos. Pasamos a ser padres en unos años en que todo había cambiado en la economía española. Abundaba el trabajo y los sueldos subieron. Las horas extras se hacían por doquier, aumentando las nóminas percibidas. Muchas mujeres comenzaron a trabajar. Con esto pasaron a llegar dos sueldos a muchos hogares hispanos. Aunque la emigración, especialmente a Alemania, Suiza y otros países europeos, había sido muy alta en los sesenta, comenzó a frenarse en los setenta. Los mercados, ya prácticamente liberalizados y un país metido en la rueda del consumo. Las hipotecas se extendían por todo el país, de arriba abajo, para la compra de casa propia. Los niños pasaron todos a escolarizarse, desapareciendo prácticamente su trabajo antes de los 14 años. Los seiscientos de los años sesenta dejaban paso a una diversidad de vehículos. La ostentación estaba entrando en las formas de vida.

Las compras, en especial de ropa, se hacían ya con un ojo – cuando no con los dos – puesto en la moda, en las marcas. La publicidad, especialmente la televisiva, nos bombardeaba con sus continuos mensajes laudatorios hacia las excelencias de este o aquel producto. Y los padres, guardando en el fondo de nuestra mente, de nuestros recuerdos, los malos tiempos vividos en nuestra infancia y juventud, comenzamos a pensar en que nuestros hijos no pasaran por aquello, que no sufrieran nuestras viejas carencias. Nos hicimos cada vez más padrazos. Se trataba de que no les faltase nada, que vivieran lo mejor posible. Dentro de las posibilidades de cada familia por supuesto. Y hasta empezamos a alardear públicamente, en nuestra sociedad, de esto, de que ellos tenían, que podían, que disfrutaban de...

Los setenta fueron años de mucha lucha en cada casa por afrontar todo aquello. En especial en las clases medias. Las altas ya lo habían tenido todo siempre o habían disimulado sus carencias y necesidades. Pero la gruesa capa media de la población española tuvo que pelear para pagar su piso, su coche, sus vacaciones, su segunda vivienda en el campo o en la playa... La vulgarmente llamada economía del bienestar había comenzado y creíamos que era para quedarse entre nosotros. El consumismo incipiente era un elemento básico de nuestro modelo de sociedad. Pero no había llegado a su cenit. Sería ya más tarde, en los ochenta, donde todo esto cristalizaría.

De este modo, las gentes de mi generación hemos recorrido todo el arco que va desde aquellas penurias de los años cuarenta y cincuenta, que obligaron a una sobriedad de vida casi espartana, hasta esa etapa final, de tener casi de todo, anhelar más y luchar día y noche. Y todo con abundante sacrificio laboral, en muchas ocasiones, para entrar en círculos de consumo y de bienestar más elevado. Eso sí, por el camino nos hemos ido dejando multitud de valores y de buenas costumbres. Aquellos viejos adagios de nuestros abuelo, no compres lo que no puedas pagar, ahorra por si acaso, no estires el traje más de lo que debas, han fenecido en estos años, en esta larga travesía que ha mudado nuestros hábitos y costumbres. Y nos hizo alumbrar una generación sucesoria que se ha criado en la abundancia y ha crecido, forjando sus propias vidas, en otras coordenadas muy alejadas de las vividas por sus mayores. Y también, cayendo en la trampa de esa cultura del individualismo atroz, de la lucha por subir, crecer y tener más y de olvido de muchos valores éticos. Aunque no es este momento de búsqueda de culpabilidades, mi generación tiene la suya al mudar, en muchos casos, su propio estilo de vida, para darles a nuestros hijos lo mejor siempre y ahorrarles esfuerzos, sacrificios y privaciones.

El lector sabrá entender, a buen seguro, que todo lo manifestado en ese capítulo lo es en forma general. Evidentemente, ha habido estratos sociales que no han llegado a integrarse ni en el mundo del bienestar ni en la cultura del triunfo. Han sido gentes excluidas de ese sistema de vida por sus circunstancias personales y sociales. También hay que contar con aquellos que sí han mantenido a sus hijos en el esfuerzo permanente, en el sacrificio, en la sobriedad en el consumo y en la vivencia de altos valores éticos y morales. Pero desgraciadamente, no podemos mantener que ésta haya sido la tónica general de la sociedad española en ese período de los años setenta.

CAPÍTULO 6
NUESTRAS CASAS

Si algo ha cambiado considerablemente a lo largo del período 1940-1980 han sido las viviendas de los españoles. Por eso me resulta fácil hacer un recorrido por ellas. Eso sí, teniendo en cuenta que trataré de seguir el caso general. Ni las más ricas y lujosas, ni las más pobres. Como he tenido domicilio, hasta la fecha, en 12 viviendas distintas, sin contar pensiones de estudiante, de 9 poblaciones diferentes, estoy en buena situación para comparar unas y otras. También para poder recopilar la evolución sufrida por los hogares hispanos. Así que seguiré mi propia experiencia personal, que creo será suficientemente indicativa para una gran parte de hogares de mi generación, teniendo en cuenta que las de los centros de las ciudades estaban, por lo general, mejor dotadas y sin tantas carencias como indico a continuación.

En los años cuarenta los españoles no tenían demasiadas posibilidades de elección. La vivienda en propiedad era un lujo de minorías, de aquellos que tenían ya esa situación antes de la guerra. Lo habitual era el alquiler o el realquiler de un piso o una casa. Pero también abundaba el alquiler de una habitación con derecho a cocina.  En estas casas se disponía de una única habitación y del uso de la cocina, que era común con el propietario de la vivienda que ocupaba el resto de la casa, o con otros ocupantes de la misma. El baño era compartido. Esta fórmula fue muy corriente en esos inicios de los cuarenta ante la falta de suficientes casas para arrendar en las ciudades. La guerra española había destruido o dejado  inservibles un número muy elevado de ellas en numerosas ciudades. Sobre todo las más castigadas por los bombardeos. Además, en los años de la contienda, se había detenido por completo la construcción en todo el país. Fue después de la guerra cuando se volvió a impulsar la edificación, aunque en su mayor parte en forma de nuevas barriadas de casas. Se trataba, por lo general, de viviendas pequeñas, dotadas al mínimo y de calidades de bajo nivel. Formaron parte de planes urgentes para tratar de paliar la carencia de viviendas para la población.



Otra variante era alquilar a un tercero la vivienda en la que se residía. Esto era el realquiler, generalmente parcial, de la vivienda. Con esto resultaba más fácil pagar a los propietarios la mensualidad de la renta. Y el resto de los españoles vivían en casas arrendadas en pueblos y ciudades o en propiedad en las que ya habían residido sus padres. Los metros cuadrados disponibles variaban en función del tipo de edificio de que se tratase. Pero todas tenían en común algunas cosas. Las cocinas eran de hierro, del clásico modelo bilbaíno. Funcionaban quemando leña o carbón. Requerían chimenea y su correspondiente regulación del tiro. Tenían un pequeño depósito  lateral para calentar el agua. Y normalmente, unos bancos corridos alrededor de esa cocina o apoyados en las paredes. Servían para que los habitantes de la casa, sentados junto al fuego de la cocina, luchasen así contra el frío de los otoños e inviernos.



                                 Cocina antigua ( Grabado del "Tesoro de la juventud")

Una forma de afrontar la lucha contra las bajas temperaturas y humedad eran los braseros. No faltaban en la mayoría de viviendas de la época. Un recipiente en forma de palangana se rellenaba de carbón picado y se encendía. Con frecuencia se iba apretando para formar una especie de hogar, semicircular, en cuyo interior el fuego calentaba intensamente su entorno, pero sin llama alguna. Con eso se lograba mantener mucho tiempo en combustión y se lograba un agradable calor. Éste era más intenso, lógicamente, en sus proximidades. Por eso solía colocarse el brasero debajo de una mesa camilla, alrededor de la cual se sentaban los habitantes de la casa. Eso sí, había que vigilar la ventilación de la estancia ante el peligro de emisión de gases, con el consiguiente dolor de cabeza y riesgos más graves. Así permanecían largo tiempo, por lo general al atardecer y por la noche. Allí se comía y cenaba, se conversaba, se leía o se escuchaba la radio. Y los niños, en ese mismo grupo familiar al abrigo del brasero, hacíamos los deberes escolares, estudiábamos o leíamos un tebeo. El brasero amortiguó el frío de miles y miles de españoles de esos años.

Para afrontar los meses invernales y la helada frialdad de las camas, se solía meter en ellas una botella rellena de agua caliente. Una variante era utilizando arena en vez de agua, pero era más eficaz, seguro y duradero usar una cantimplora metálica con arena de playa. Se calentaba en el horno de la cocina y se metía en las camas de la casa, rotatoriamente.

Los cuartos de aseo, denominados entonces popularmente como wáter, solamente disponían, con mucha frecuencia, de este sanitario, un espejo  y una palangana, con su correspondiente palanganero, para lavarse. En muchas ocasiones estaban ubicados fuera de la casa o piso, debiendo salir al patio o a una galería para acceder a él. No había en muchas de las casas agua corriente, sobre todo en capitales de provincia y pueblos. Había que ir a buscarla a las fuentes públicas o sacarla de un pozo. El espectáculo de una fila de mujeres, con sus garrafas, cubos y barreños, en espera de su turno para coger el agua de las fuentes, ha sido inmortalizado en infinidad de fotografías de la década de los cuarenta.

El aseo se debía limitar, en consecuencia y en una gran parte de la población, a lavarse ligeramente la cara, los ojos y orejas, aparte de las manos, usando el agua que cabía en la jofaina con una jarra. Agua que luego se vaciaba por un agujero, a un cubo o recipiente para tirarla por el wáter. Ese lavado  matutino de caras y manos no daba para más, ni para padres ni para niños. La falta de agua y la escueta palangana no permitían más alegrías. Ducha o baño no solían existir. La gente recurría a un barreño, redondo y grande, para el lavado de sus pies y piernas. Generalmente se calentaba algo de agua que se añadía a la fría con la que se completaba el recipiente. El jabón de taco era siempre el compañero de todos estos momentos de limpieza corporal. El mismo tipo con que se fregaban los cacharros de la cocina y el suelo.

La escasez de mobiliario era otra característica. Con frecuencia, se limitaba a los elementos básicos. Camas, mesa de comedor, sillas, alguna despensa o aparador, la radio y poco más. Eso sí, era muy frecuente tener varios baúles en los que se guardaba la ropa y otras pertenencias. Esos mismos baúles acompañaban a los españoles en sus traslados de residencia, de una a otra población, portando su vestuario y toda clase de objetos. En los comedores no faltaba nunca un cuadro de la Última Cena y un frutero, en el centro de la mesa, con su correspondiente fruta. Solía haber algún perchero de pie o perchas de pared colocadas detrás de las puertas, para colgar en ellas las prendas más utilizadas.




Las casas se barrían a diario con escoba y solían fregarse con mucha frecuencia con agua y jabón. Esta operación que siempre realizaban las mujeres de la casa, requería arrodillarse en el suelo y tirar de taco de jabón y cepillo, desplazando continuamente el cubo de agua que se mantenía al lado. Éste era, y lo fue durante muchísimos años, uno de los trabajos más duros de las mujeres de la época. Pese a eso, la limpieza solía ser bastante rigurosa y continuada en la mayoría de las viviendas. Lógicamente, hubo unas minorías que se podían permitir el tener muchachas de servicio que hacían esta labor. Las hijas, tan pronto tenían edad, solían pasar a hacer, también, este trabajo.

En bastantes viviendas, en la posguerra, no existía luz eléctrica. En estos casos, el alumbrado se hacía con lámparas de petróleo, candiles, quinqués, faroles y pequeñas lamparillas de aceite que disponían de una sencilla mecha que duraba horas y horas. Rara vez se usaban velas para el alumbrado nocturno. Ya se puede imaginar el lector que, aparte del molesto y peculiar olor del petróleo, el nivel lumínico era forzosamente escaso. Lo notábamos mucho los niños a la hora de leer, escribir o estudiar, preparando los deberes del día siguiente en el colegio. Literalmente, pese a estar junto a esos focos de luz, nos dejábamos las pestañas en esos tiempos de estudio y lectura.
La instalación eléctrica, en las casas que disponían de ella, seguía los usos de la época. Unos pequeños aisladores blancos, clavados en las paredes, marcaban las líneas  de la distribución por la casa. El conductor era un cable de dos hilos de cobre recubierto de goma negra y tejido, enrollados. Los interruptores eran redondos y de giro, al igual que los enchufes, de porcelana blanca. Los puntos de luz eran, con frecuencia,  una bombilla de filamento, de 40 o 60 watios, simplemente colgada del cable. Aunque tampoco se trataba de un alto nivel de iluminación, al menos la vida nocturna era diferente. El problema solía ser el de los frecuentes cortes en el suministro eléctrico por averías, tormentas o viento fuerte. Se podía leer un libro o un TBO, hacer los deberes y vernos las caras mientras cenábamos o estábamos de sobremesa. En nuestras casas fue haciendo su entrada, a lo largo de los cincuenta, el primero de los aparatos de radio. En la mía, se trató de un enorme armatoste de madera, cuadrado por un lado y semicircular por el otro, que tenía dos grandes altavoces cubiertos con una especie de cortinilla granate. Lo había hecho un radioaficionado que mataba su tiempo libre con esos menesteres. Era de grandes válvulas y un dial circular en el que se podían leer nombres tan impresionantes como Radio Paris, BBC de Londres, Radio Madrid, Barcelona, Túnez y una larga lista de emisoras teóricamente audibles en Melilla.

Las casas estaban muy poco preparadas, tanto para el calor como para el frío. En la España del Sur y del interior, el calor se acumulaba en su interior, con pocas posibilidades de ventilación. Máxime ante el permanente intento de asalto por parte de multitudes de mosquitos, especialmente crueles con los niños. Los mosquiteros eran una risa para ellos, ya que entraban por las puertas como si nada. Esto originaba una costumbre muy propia de la España cálida: la de salir al anochecer a la puerta de las casas a la fresca, a tomar el aire. Eran los mejores momentos del día. Después de la cena, se sacaban a la puerta algunas sillas o sillones de mimbre, en los que sentaban los mayores, mientras los pequeños lo hacíamos en las aceras y bordillos. Allí solían acercarse los vecinos y, bajo un inmenso cielo plagado de estrellas, se formaba una tertulia. Los mayores hablaban, contaban historias y reían, mientras los niños debíamos permanecer callados y escuchando. Los sábados, esta tertulia, se podía prolongar algo más. La gente tardaba en irse a acostar, aguantando allí afuera lo que podía, sabedores de que el interior les deparaba unos cuantos grados más de temperatura y un aire sofocante.

Las camas solían ser de pies y cabecera de madera y un catre o somier metálico. Sobre ellos un colchón de borra que no ayudaba nada a sentir sensación de frescor y relax. Las mesillas de noche, que había en todos los hogares hispanos de la época, guardaban en su interior la bacinilla u orinal. Niños y mayores la utilizaban, en bastantes ocasiones, en las horas nocturnas. Las amas de casa las recogían y vaciaban por las mañanas, limpiándolas con pulcritud. La parte superior de la mesilla se usaba de un modo más convencional para poner una lámpara. En las de los padres siempre había un potente y gran despertador, cuyo rutinario tic-tac se oía durante la noche en toda la casa. Ante estos artefactos, de los que solía presumirse de su precisión y alta calidad, era preferible despertarse antes de que tocase su campanilla, ya que, caso contrario, corría peligro el corazón ante el impacto sonoro que causaba, llegada la hora prevista para iniciar su concierto.

A mediados de los cincuenta, muchos españoles pudieron tener acceso a su primera vivienda en propiedad. Se trataba, en muchos casos, de las construidas por la Obra Sindical de Educación y Descanso. En esa época, bastante avanzada ya la reconstrucción del parque de edificaciones destruidas en la guerra civil, se construyeron por todo el país barrios de las denominadas popularmente casas baratas. Se trataba de edificios en los que se utilizaron materiales y soluciones arquitectónicas, generalmente mediocres, que buscaban el máximo abaratamiento posible de esas obras, dado lo poco boyante de la economía española. 

En las  vivienda hispanas, en las que  hasta ese momento la radio había sido elemento clave de la vida hogareña, se pudo disponer, progresivamente, por primera vez de televisión. Debió ser hacía el inicio de los sesenta. Una ostentosa antena en el tejado venía a señalar un punto más de recepción de la señal televisiva, siguiendo los pasos de otras muchas antenas en los tejados de pueblos y ciudades. Formaban una auténtica selva repartidas con una cierta anarquía.Esta novedad, posiblemente la más determinante de todas en cuanto al cambio en los hábitos y costumbres familiares y sociales. De esto se habla en otro capítulo de este libro. Pero, desde ese momento, la  vida de nuestras casas cambió profundamente. Las tertulias y reuniones familiares alrededor del fuego de la cocina, de la mesa del comedor o del calorcillo del brasero de la mesa camilla, dieron paso a los sofás frente a la tele y a la familia alineada frente a ésta, callados y escuchando en silencio. Sin duda, algo había cambiado definitivamente en la mayoría de los hogares españoles.

Las cosas fueron mejorando poco a poco. Aunque a años luz todavía del confort existente en los hogares de otros países vecinos, se fueron produciendo cambios paulatinos. Se generalizó el servicio eléctrico, el de agua y saneamiento. Las nuevas viviendas incorporaban ya, en su interior, un baño o aseo más completo. Al viejo wáter pasaron a acompañarle una bañera o plato de ducha, el lavabo y el bidet. La casa se fue poblando de más muebles. Surgieron armarios para guardar la ropa en sustitución de los viejos baúles que fueron arrinconados. Las cocinas se dotaron de despensa y, ya en los sesenta, de unas neveras en las que la refrigeración se lograba con una larga barra de hielo. Periódicamente, era preciso reponer ésta. Era clásica la imagen de un operario de la empresa que cumplía con ese servicio, trayendo la barra de hielo sobre un saco colocado sobre uno de sus hombros.

Las viejas planchas de carbón, que tenían un depósito situado en su parte inferior con unas brasas encendidas, dieron paso a las eléctricas, ganándose mucho en rapidez y en la calidad del planchado. Los viejos braseros dejaron su sitio, en los sesenta, a las estufas eléctricas. Era muy frecuente una que disponía de una pantalla semiesférica y una resistencia en el centro, que se ponía al rojo enseguida, proyectando un agradable calor sobre la zona frontal. Las bolsas de agua, de goma o caucho, hicieron innecesarias las botellas y cantimploras rellenas de arena. Para la iluminación se llenaron las casas de pantallas, lámparas y tubos fluorescentes.

Todo esto comenzó a sentar las bases para una fase previa a la del confort en el hogar. Sin duda las lavadoras eléctricas supusieron un avance nunca suficientemente ensalzado. Hicieron mucho por la liberación femenina en las tareas hogareñas, en lo que a esfuerzo físico a se refiere, a la par que acabaron con una vieja profesión: la de las lavanderas.

Aunque sea volviendo la vista atrás, nuevamente, podemos recordar otros aspectos de la vida hogareña de los cuarenta y los cincuenta del pasado siglo XX. Las casas no tenían los actuales videoporteros ni siquiera los más anticuados timbres en sus puertas exteriores. Todas ellas disponían en sus portales y puertas de la calle de un picaporte. Éste era un artefacto de hierro que tenía la forma de una mano o un puño que podía golpear contra una chapa, también de hierro. Había sus variantes, pero la mayoría de ellas eran idénticas. Quien llegaba a la casa y quería llamar golpeaba con fuerza el picaporte o aldaba. Al oír su potente ruido, los moradores de la vivienda sabían que tenían visita y abrían la puerta. En las casas de varios pisos, al estar este llamador en el portal, era preciso diferenciar a qué piso se llamaba. Esto solía solucionarse por el sencillo procedimiento de dar los golpes en proporción a los pisos existentes. Un golpe significaba el primer piso, dos el segundo y así sucesivamente. Uno de los habituales visitantes que usaba este procedimiento solía ser el cartero, en sus visitas frecuentes para repartir la correspondencia. La llegada de la modernidad en los sesenta, trajo a multitud de casas de ciudades y pueblos el timbre en la puerta. Lógicamente ya había bastantes excepciones a esto, sobre todo en las grandes capitales, en las que existieron desde mucho tiempo antes.

En las casas hispanas, en especial en las de clase media o en las grandes barriadas que habían ido surgiendo alrededor de los centros urbanos de muchas ciudades, o que se extendían por calles y callejuelas de los pueblos, existía otro problema: los insectos. Estos eran variados y representaban molestias importantes, cuando no problemas de salubridad. De un lado, las legiones de moscas atraídas por la falta de higiene, los desperdicios y sus restos en las calles y puntos de parada de los basureros, así como la frecuente exposición de alimentos en cocinas y mesas. Pero otros insectos pululaban por doquier. De entre estos, los mosquitos eran especialmente molestos, sobre todo en zonas mediterráneas y del sur de España. Las pulgas, chinches y piojos eran incómodos compañeros de habitación en bastantes viviendas o del cuerpo de sus habitantes, sino de forma continuada, sí cuando alguno de los moradores los cogía en sitios tales como colegios, cines o bares. Sucedía esto, también, en los cuarteles militares en donde formaban siempre parte de las compañías y del paisaje cuartelero.

Sin entrar en otras disquisiciones, molestas sin duda para los hombres y mujeres del siglo XXI, cabe decir que los españoles luchaban como podían contra estas plagas. En las casas se popularizó mucho el DDT, poderoso desinfectante al que se debe la muerte de millones de esos insectos. Aunque también, según la comunidad médica moderna, causantes de incontables perjuicios a la salud de muchos seres humanos. El potente DDT ante el desconocimiento de este hecho en aquellos años, existía en todas las casas en sus diversas formas de presentación. En polvo o líquido fueron las más habituales para echar o dejar en rincones de la casa. Pero fue muy popular un aparato doméstico vulgarmente llamada el flix.

Para las chinches, que solían deambular perezosamente por las paredes de las casas, aparte del DDT, existía el garrote vil o sea el zapatazo y tente tieso. La muerte por aplastamiento era el mejor sistema. Los españoles, carentes de agua suficiente para un mayor aseo personal que el que se podía hacer entonces y, también, ante la falta de una mayor cultura de la limpieza corporal y de productos adecuados al alcance de todos los bolsillos, hacían lo que podían y, por lo general, mantenían a raya a esos funestos invasores.

Como de la vida de los españoles, en sus diversas manifestaciones, nos vamos a ir ocupando en los diversos capítulos de este libro, no nos extendemos más aquí sobre otras muchas costumbres domésticas.


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