CAPÍTULO 6
NUESTRAS CASAS
Si algo ha cambiado considerablemente a lo
largo del período 1940-1980 han sido las viviendas de los españoles. Por eso me
resulta fácil hacer un recorrido por ellas. Eso sí, teniendo en cuenta que trataré
de seguir el caso general. Ni las más ricas y lujosas, ni las más pobres. Como
he tenido domicilio, hasta la fecha, en 12 viviendas distintas, sin contar
pensiones de estudiante, de 9 poblaciones diferentes, estoy en buena situación
para comparar unas y otras. También para poder recopilar la evolución sufrida
por los hogares hispanos. Así que seguiré mi propia experiencia personal, que
creo será suficientemente indicativa para una gran parte de hogares de mi
generación, teniendo en cuenta que las de los centros de las ciudades estaban, por lo general, mejor dotadas y sin tantas carencias como indico a continuación.
En los años cuarenta los españoles no tenían
demasiadas posibilidades de elección. La vivienda en propiedad era un lujo de
minorías, de aquellos que tenían ya esa situación antes de la guerra. Lo
habitual era el alquiler o el realquiler de un piso o una casa. Pero también
abundaba el alquiler de una habitación con derecho a cocina. En estas casas se disponía de una única
habitación y del uso de la cocina, que era común con el propietario de la
vivienda que ocupaba el resto de la casa, o con otros ocupantes de la misma. El
baño era compartido. Esta fórmula fue muy corriente en esos inicios de los
cuarenta ante la falta de suficientes casas para arrendar en las ciudades. La
guerra española había destruido o dejado
inservibles un número muy elevado de ellas en numerosas ciudades. Sobre
todo las más castigadas por los bombardeos. Además, en los años de la
contienda, se había detenido por completo la construcción en todo el país. Fue
después de la guerra cuando se volvió a impulsar la edificación, aunque en su
mayor parte en forma de nuevas barriadas de casas. Se trataba, por lo general,
de viviendas pequeñas, dotadas al mínimo y de calidades de bajo nivel. Formaron
parte de planes urgentes para tratar de paliar la carencia de viviendas para la
población.
Otra variante era alquilar a un tercero la
vivienda en la que se residía. Esto era el realquiler, generalmente parcial, de
la vivienda. Con esto resultaba más fácil pagar a los propietarios la
mensualidad de la renta. Y el resto de los españoles vivían en casas arrendadas
en pueblos y ciudades o en propiedad en las que ya habían residido sus padres.
Los metros cuadrados disponibles variaban en función del tipo de edificio de
que se tratase. Pero todas tenían en común algunas cosas. Las cocinas eran de
hierro, del clásico modelo bilbaíno. Funcionaban quemando leña o carbón.
Requerían chimenea y su correspondiente regulación del tiro. Tenían un pequeño
depósito lateral para calentar el agua. Y
normalmente, unos bancos corridos alrededor de esa cocina o apoyados en las
paredes. Servían para que los habitantes de la casa, sentados junto al fuego de
la cocina, luchasen así contra el frío de los otoños e inviernos.
Cocina antigua ( Grabado del "Tesoro de la juventud")
Una forma de afrontar la lucha contra las
bajas temperaturas y humedad eran los braseros. No faltaban en la mayoría de
viviendas de la época. Un recipiente en forma de palangana se rellenaba de carbón
picado y se encendía. Con frecuencia se iba apretando para formar una especie
de hogar, semicircular, en cuyo interior el fuego calentaba intensamente su
entorno, pero sin llama alguna. Con eso se lograba mantener mucho tiempo en
combustión y se lograba un agradable calor. Éste era más intenso, lógicamente,
en sus proximidades. Por eso solía colocarse el brasero debajo de una mesa
camilla, alrededor de la cual se sentaban los habitantes de la casa. Eso sí, había que vigilar la ventilación de la estancia ante el peligro de emisión de gases, con el consiguiente dolor de cabeza y riesgos más graves. Así
permanecían largo tiempo, por lo general al atardecer y por la noche. Allí se
comía y cenaba, se conversaba, se leía o se escuchaba la radio. Y los niños, en
ese mismo grupo familiar al abrigo del brasero, hacíamos los deberes escolares,
estudiábamos o leíamos un tebeo. El brasero amortiguó el frío de miles y miles
de españoles de esos años.
Para afrontar los meses invernales y la helada
frialdad de las camas, se solía meter en ellas una botella rellena de agua
caliente. Una variante era utilizando arena en vez de agua, pero era más
eficaz, seguro y duradero usar una cantimplora metálica con arena de playa. Se
calentaba en el horno de la cocina y se metía en las camas de la casa,
rotatoriamente.
Los cuartos de aseo, denominados entonces
popularmente como wáter, solamente
disponían, con mucha frecuencia, de este sanitario, un espejo y una palangana, con su correspondiente
palanganero, para lavarse. En muchas ocasiones estaban ubicados fuera de la
casa o piso, debiendo salir al patio o a una galería para acceder a él. No
había en muchas de las casas agua corriente, sobre todo en capitales de
provincia y pueblos. Había que ir a buscarla a las fuentes públicas o sacarla
de un pozo. El espectáculo de una fila de mujeres, con sus garrafas, cubos y
barreños, en espera de su turno para coger el agua de las fuentes, ha sido
inmortalizado en infinidad de fotografías de la década de los cuarenta.
El aseo se debía limitar, en consecuencia y en una gran parte de la población, a
lavarse ligeramente la cara, los ojos y orejas, aparte de las manos, usando el
agua que cabía en la jofaina con una jarra. Agua que luego se vaciaba por un
agujero, a un cubo o recipiente para tirarla por el wáter. Ese lavado matutino de caras y manos no daba para más,
ni para padres ni para niños. La falta de agua y la escueta palangana no permitían
más alegrías. Ducha o baño no solían existir. La gente recurría a un barreño,
redondo y grande, para el lavado de sus pies y piernas. Generalmente se
calentaba algo de agua que se añadía a la fría con la que se completaba el
recipiente. El jabón de taco era siempre el compañero de todos estos momentos
de limpieza corporal. El mismo tipo con que se fregaban los cacharros de la
cocina y el suelo.
La escasez de mobiliario era otra
característica. Con frecuencia, se limitaba a los elementos básicos. Camas,
mesa de comedor, sillas, alguna despensa o aparador, la radio y poco más. Eso
sí, era muy frecuente tener varios baúles en los que se guardaba la ropa y
otras pertenencias. Esos mismos baúles acompañaban a los españoles en sus
traslados de residencia, de una a otra población, portando su vestuario y toda
clase de objetos. En los comedores no faltaba nunca un cuadro de la Última Cena y un frutero, en el centro
de la mesa, con su correspondiente fruta. Solía haber algún perchero de pie o
perchas de pared colocadas detrás de las puertas, para colgar en ellas las
prendas más utilizadas.
Las casas se barrían a diario con escoba y
solían fregarse con mucha frecuencia con agua y jabón. Esta operación que
siempre realizaban las mujeres de la casa, requería arrodillarse en el suelo y
tirar de taco de jabón y cepillo, desplazando continuamente el cubo de agua que
se mantenía al lado. Éste era, y lo fue durante muchísimos años, uno de los
trabajos más duros de las mujeres de la época. Pese a eso, la limpieza solía
ser bastante rigurosa y continuada en la mayoría de las viviendas. Lógicamente,
hubo unas minorías que se podían permitir el tener muchachas de servicio que
hacían esta labor. Las hijas, tan pronto tenían edad, solían pasar a hacer,
también, este trabajo.
En bastantes viviendas, en la posguerra, no
existía luz eléctrica. En estos casos, el alumbrado se hacía con lámparas de
petróleo, candiles, quinqués, faroles y pequeñas lamparillas de aceite que
disponían de una sencilla mecha que duraba horas y horas. Rara vez se usaban
velas para el alumbrado nocturno. Ya se puede imaginar el lector que, aparte
del molesto y peculiar olor del petróleo, el nivel lumínico era forzosamente escaso.
Lo notábamos mucho los niños a la hora de leer, escribir o estudiar, preparando
los deberes del día siguiente en el colegio. Literalmente, pese a estar junto a
esos focos de luz, nos dejábamos las pestañas en esos tiempos de estudio y
lectura.
La instalación eléctrica, en las casas que
disponían de ella, seguía los usos de la época. Unos pequeños aisladores
blancos, clavados en las paredes, marcaban las líneas de la distribución por la casa. El conductor
era un cable de dos hilos de cobre recubierto de goma negra y tejido,
enrollados. Los interruptores eran redondos y de giro, al igual que los
enchufes, de porcelana blanca. Los puntos de luz eran, con frecuencia, una bombilla
de filamento, de 40 o 60 watios,
simplemente colgada del cable. Aunque tampoco se trataba de un alto nivel de
iluminación, al menos la vida nocturna era diferente. El problema solía ser el de los frecuentes cortes en el suministro eléctrico por averías, tormentas o viento fuerte. Se podía leer un libro o
un TBO, hacer los deberes y vernos las caras mientras cenábamos o estábamos de
sobremesa. En nuestras casas fue haciendo su entrada, a lo largo de los cincuenta, el primero de los aparatos
de radio. En la mía, se trató de un enorme armatoste de madera, cuadrado por un
lado y semicircular por el otro, que tenía dos grandes altavoces cubiertos con
una especie de cortinilla granate. Lo había hecho un radioaficionado que mataba
su tiempo libre con esos menesteres. Era de grandes válvulas y un dial circular
en el que se podían leer nombres tan impresionantes como Radio Paris, BBC de
Londres, Radio Madrid, Barcelona, Túnez y una larga lista de emisoras
teóricamente audibles en Melilla.
Las casas estaban muy poco preparadas, tanto
para el calor como para el frío. En la España del Sur y del interior, el calor
se acumulaba en su interior, con pocas posibilidades de ventilación. Máxime
ante el permanente intento de asalto por parte de multitudes de mosquitos,
especialmente crueles con los niños. Los mosquiteros eran una risa para ellos,
ya que entraban por las puertas como si nada. Esto originaba una costumbre muy
propia de la España cálida: la de salir al anochecer a la puerta de las casas a la fresca, a tomar el aire. Eran los
mejores momentos del día. Después de la cena, se sacaban a la puerta algunas sillas o
sillones de mimbre, en los que sentaban los mayores, mientras los
pequeños lo hacíamos en las aceras y bordillos. Allí solían acercarse los
vecinos y, bajo un inmenso cielo plagado de estrellas, se formaba una tertulia.
Los mayores hablaban, contaban historias y reían, mientras los niños debíamos
permanecer callados y escuchando. Los sábados, esta tertulia, se podía
prolongar algo más. La gente tardaba en irse a acostar, aguantando allí afuera
lo que podía, sabedores de que el interior les deparaba unos cuantos grados más
de temperatura y un aire sofocante.
Las camas solían ser de pies y cabecera de
madera y un catre o somier metálico. Sobre ellos un colchón de borra que no
ayudaba nada a sentir sensación de frescor y relax. Las mesillas de noche, que
había en todos los hogares hispanos de la época, guardaban en su interior la bacinilla
u orinal. Niños y mayores la utilizaban, en bastantes ocasiones, en las horas
nocturnas. Las amas de casa las recogían y vaciaban por las mañanas,
limpiándolas con pulcritud. La parte superior de la mesilla se usaba de un modo
más convencional para poner una lámpara. En las de los padres siempre había un
potente y gran despertador, cuyo rutinario tic-tac se oía durante la noche en
toda la casa. Ante estos artefactos, de los que solía presumirse de su
precisión y alta calidad, era preferible despertarse antes de que tocase su
campanilla, ya que, caso contrario, corría peligro el corazón ante el impacto
sonoro que causaba, llegada la hora prevista para iniciar su concierto.
A mediados de los cincuenta, muchos españoles
pudieron tener acceso a su primera vivienda en propiedad. Se trataba, en muchos
casos, de las construidas por la Obra Sindical de Educación y Descanso. En esa
época, bastante avanzada ya la reconstrucción del parque de edificaciones
destruidas en la guerra civil, se construyeron por todo el país barrios de las
denominadas popularmente casas baratas.
Se trataba de edificios en los que se utilizaron materiales y soluciones
arquitectónicas, generalmente mediocres, que buscaban el máximo abaratamiento
posible de esas obras, dado lo poco boyante de la economía española.
En las vivienda hispanas, en las que hasta ese momento la radio había sido elemento clave de la vida hogareña, se pudo
disponer, progresivamente, por primera vez de televisión. Debió ser hacía el
inicio de los sesenta. Una ostentosa antena en el tejado venía a señalar un
punto más de recepción de la señal televisiva, siguiendo los pasos de otras
muchas antenas en los tejados de pueblos y ciudades. Formaban una auténtica
selva repartidas con una cierta anarquía.Esta novedad, posiblemente la más determinante de todas en cuanto al cambio en los hábitos y costumbres familiares y sociales. De esto se habla en otro capítulo de este libro. Pero, desde ese momento, la vida de nuestras casas cambió profundamente. Las tertulias y reuniones familiares alrededor del fuego de la cocina, de la mesa del comedor o del calorcillo del brasero de la mesa camilla, dieron paso a los sofás frente a la tele y a la familia alineada frente a ésta, callados y escuchando en silencio. Sin duda, algo había cambiado definitivamente en la mayoría de los hogares españoles.
Las cosas fueron mejorando poco a poco. Aunque
a años luz todavía del confort existente en los hogares de otros países
vecinos, se fueron produciendo cambios paulatinos. Se generalizó el servicio
eléctrico, el de agua y saneamiento. Las nuevas viviendas incorporaban ya, en
su interior, un baño o aseo más completo. Al viejo wáter pasaron a acompañarle
una bañera o plato de ducha, el lavabo y el bidet. La casa se fue poblando de
más muebles. Surgieron armarios para guardar la ropa en sustitución de los
viejos baúles que fueron arrinconados. Las cocinas se dotaron de despensa y, ya
en los sesenta, de unas neveras en las que la refrigeración se lograba con una
larga barra de hielo. Periódicamente, era preciso reponer ésta. Era clásica la
imagen de un operario de la empresa que cumplía con ese servicio, trayendo la
barra de hielo sobre un saco colocado sobre uno de sus hombros.
Las viejas planchas de carbón, que tenían un
depósito situado en su parte inferior con unas brasas encendidas, dieron paso
a las eléctricas, ganándose mucho en rapidez y en la calidad del planchado. Los
viejos braseros dejaron su sitio, en los sesenta, a las estufas eléctricas. Era
muy frecuente una que disponía de una pantalla semiesférica y una resistencia en el centro, que se ponía al
rojo enseguida, proyectando un agradable calor sobre la zona frontal. Las
bolsas de agua, de goma o caucho, hicieron innecesarias las botellas y
cantimploras rellenas de arena. Para la iluminación se llenaron las casas de
pantallas, lámparas y tubos fluorescentes.
Todo esto comenzó a sentar las bases para una
fase previa a la del confort en el hogar. Sin duda las lavadoras eléctricas
supusieron un avance nunca suficientemente ensalzado. Hicieron mucho por la liberación
femenina en las tareas hogareñas, en lo que a esfuerzo físico a se refiere, a
la par que acabaron con una vieja profesión: la de las lavanderas.
Aunque sea volviendo la vista atrás,
nuevamente, podemos recordar otros aspectos de la vida hogareña de los cuarenta
y los cincuenta del pasado siglo XX. Las casas no tenían los actuales
videoporteros ni siquiera los más anticuados timbres en sus puertas exteriores.
Todas ellas disponían en sus portales y puertas de la calle de un picaporte.
Éste era un artefacto de hierro que tenía la forma de una mano o un puño que
podía golpear contra una chapa, también de hierro. Había sus variantes, pero la
mayoría de ellas eran idénticas. Quien llegaba a la casa y quería llamar
golpeaba con fuerza el picaporte o aldaba. Al oír su potente ruido, los
moradores de la vivienda sabían que tenían visita y abrían la puerta. En las casas
de varios pisos, al estar este llamador en el portal, era preciso diferenciar a
qué piso se llamaba. Esto solía solucionarse por el sencillo procedimiento de
dar los golpes en proporción a los pisos existentes. Un golpe significaba el
primer piso, dos el segundo y así sucesivamente. Uno de los habituales visitantes
que usaba este procedimiento solía ser el cartero, en sus visitas frecuentes
para repartir la correspondencia. La llegada de la modernidad en los sesenta, trajo a multitud de casas de ciudades y pueblos el timbre en la puerta.
Lógicamente ya había bastantes excepciones a esto, sobre todo en las grandes
capitales, en las que existieron desde mucho tiempo antes.
En las casas hispanas, en especial en las de
clase media o en las grandes barriadas que habían ido surgiendo alrededor de
los centros urbanos de muchas ciudades, o que se extendían por calles y
callejuelas de los pueblos, existía otro problema: los insectos. Estos eran
variados y representaban molestias importantes, cuando no problemas de salubridad.
De un lado, las legiones de moscas atraídas por la falta de higiene, los
desperdicios y sus restos en las calles y puntos de parada de los basureros, así como la frecuente
exposición de alimentos en cocinas y mesas. Pero otros insectos pululaban por
doquier. De entre estos, los mosquitos eran especialmente molestos, sobre todo
en zonas mediterráneas y del sur de España. Las pulgas, chinches y piojos eran incómodos
compañeros de habitación en bastantes viviendas o del cuerpo de sus habitantes,
sino de forma continuada, sí cuando alguno de los moradores los cogía en
sitios tales como colegios, cines o bares. Sucedía esto, también, en los
cuarteles militares en donde formaban siempre parte de las compañías y del
paisaje cuartelero.
Sin entrar en otras disquisiciones, molestas
sin duda para los hombres y mujeres del siglo XXI, cabe decir que los españoles
luchaban como podían contra estas plagas. En las casas se popularizó mucho el
DDT, poderoso desinfectante al que se debe la muerte de millones de esos
insectos. Aunque también, según la comunidad médica moderna, causantes de
incontables perjuicios a la salud de muchos seres humanos. El potente DDT ante
el desconocimiento de este hecho en aquellos años, existía en todas las casas
en sus diversas formas de presentación. En polvo o líquido fueron las más
habituales para echar o dejar en rincones de la casa. Pero fue muy popular un
aparato doméstico vulgarmente llamada el
flix.
Para las chinches, que solían deambular
perezosamente por las paredes de las casas, aparte del DDT, existía el garrote
vil o sea el zapatazo y tente tieso. La muerte por aplastamiento era el mejor
sistema. Los españoles, carentes de agua suficiente para un mayor aseo personal
que el que se podía hacer entonces y, también, ante la falta de una mayor
cultura de la limpieza corporal y de productos adecuados al alcance de todos
los bolsillos, hacían lo que podían y, por lo general, mantenían a raya a esos
funestos invasores.
Como de la vida de los españoles, en sus
diversas manifestaciones, nos vamos a ir ocupando en los diversos capítulos de
este libro, no nos extendemos más aquí sobre otras muchas costumbres
domésticas.
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