viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 12
EL COLEGIO Y SUS MÉTODOS DE ENSEÑANZA

Aparte de la enseñanza pública, constituida por Colegios e Institutos Nacionales, la privada, en la mayor parte de España, la constituían los numerosos colegios de órdenes religiosas que se extendían por todas las ciudades y bastantes pueblos, así como diversos colegios laicos, sin relación alguna entre sí, desparramados por toda la geografía española. Los primeros, los colegios religiosos, disponían de mejores edificios e instalaciones, aulas bien dotadas y patios de recreo y espacios deportivos. Los segundos, por lo general con medios económicos escasos, se establecían en cualquier local, con aulas pequeñas y poco dotadas, sin patios de recreo ni instalaciones deportivas. La diferencia solía ser grande entre unos y otros.

Existía una práctica usual. Se consideraba por muchos padres que el período escolar en la Primera Enseñanza, previo al Bachillerato, se podía desarrollar en cualquier sitio, es decir que no era preciso mirar tanto para decidirse. Otra cosa era el Bachillerato, en el que ya entraban en juego diversos factores de decisión, por considerarse una fase de estudios de gran importancia. Esto explica por qué había familias en todos los pueblos de España que enviaban a sus hijos a escuelas locales, durante la Primera Enseñanza y, sin embargo, los mandaban a la capital de su provincia o a ciudades más lejanas para hacer el Bachillerato.

No obstante, en el mundo rural y, también, en el relacionado con el mar eran muchas las familias que o no enviaban a sus hijos a la escuela o si lo hacían en esos años de Primera Enseñanza, ya no lo hacían en edad de Bachillerato. Muchos niños y niñas, pasaron así a engrosar aquella parte de compatriotas que, por desgracia, sólo se pudieron quedar en saber leer y escribir y un cierto nivel de cultura general. Después, desde los 14 años, la vida del campo, del mar o de cualquier oficio manual les acogía, cuando no era antes de esa edad. Como ya dijimos, la enseñanza no era obligatoria todavía.


Esos años de escuela en las décadas de los cuarenta y los cincuenta, no eran un camino de rosas. Ni lo fue para nadie. Los años de colegio, desde aquella primera entrada en un aula, la que fuese, hasta esos 14 años, a buen seguro le hicieron madurar a fuerza de vivir la vida escolar de la época. Cada cual, cada uno de nosotros, lleva sobre sus hombros la suya propia y sus recuerdos. Pero existe bastante paralelismo entre todas. Fuese donde y con quien fuese, el estilo de enseñanza era bastante universal en sus métodos y costumbres.

De entrada regía, salvo escasa excepciones, el sistema de la letra con sangre entra, lo que se encarnaba en las famosas varas de bambú o las reglas de madera de amplia longitud. Un tortazo, bofetón o guantazo, llamémosle como queramos, le podía caer a cualquiera por las más diversas razones. No saber una lección, hacer mal unos problemas, hablar en clase, armar jaleo, pegarse con otro chiquillo o poner unas chinchetas en la silla del maestro. Cualquier cosilla de éstas podría costar lo que ahora se denomina con terror castigo físico. Pocos niños de aquellos años se habrán librado de algo de eso en su trayectoria escolar. Y otros añadirán, expulsión de clase, sesiones de  ratos de rodillas con los brazos en cruz, con o sin libros en las manos, privaciones de recreo sustituidas por tiempo de estudio, retrasos en la salida del colegio o quedarse sin merendar y hasta algún que otro encierro en un aula.

La literatura al respecto es y podría ser amplísima. Pero también lo es, la opinión generalizada de quienes vivieron horas de escuela en esos años, de que esas cosas les hicieron madurar, mejorar, estudiar y, en suma, fortalecerse. No existe, por lo general, un rechazo a los maestros y maestras de la época y sí mucho agradecimiento posterior, cuando no póstumo. Esto refleja algo que se ha olvidado en los años que siguieron que, si bien humanizar la enseñanza denostando viejos métodos no parece fuese malo, sí lo ha sido el ir al otro extremo y claudicar, con frecuencia, de toda autoridad en la escuela y de eliminar exigencias y responsabilidades o el cumplimiento de normativas sociales y de relación. En este sentido es bueno traer aquí aquella famosa Urbanidad que también hubimos de asimilar a golpe de ese citado método de entrar con sangre, pero que nos enseñó a manejarnos por los mil caminos de la vida social, laboral, económica y de relación.

En las aulas, en la mayor parte de las escuelas y colegios, privados o públicos, de esos años comentados, no faltaban nunca un crucifijo y el retrato o cuadro de Franco, que presidían el aula. En muchas de éstas también colgaba, en esos años, el retrato de José Antonio Primo de Rivera. Los alumnos disponían de pupitres de madera. Existían diversas clases, pero en la mayoría de los casos eran mesas-pupitres que llevaban unido el banco o asiento del alumno. En otras modalidades esto no era así y había un banco o una silla. Pero el pupitre completo era lo más frecuente. Disponía de su tintero, en la parte superior derecha, colocado sobre un hueco hecho en la madera. Había unas ranuras en la parte superior para colocar el lápiz o la pluma sin que rodasen por el tablero de la mesa, ya que éste solía estar inclinado para mayor comodidad del alumno.

No faltaban en las aulas las tizas de colores, aquellas que de vez en cuando utilizaba el docente para escribir sobre el encerado unas frases, con perfecta escritura, o unos dibujos. Tampoco faltaba el compás de madera para hacer circunferencias sobre el encerado, ni el mapamundi de España o de Europa, en su versión física o política. Y siempre había en la mesa del maestro o en cualquier otro rincón un globo terráqueo que ha quedado inmortalizado en las fotos escolares de todos los españoles de esos años.

El alumno contaba entre su material con un elemento básico, relegado al olvido hace muchos años: la pizarra y el pizarrín. Una pequeña pizarra, con marco de madera, del tamaño de una libreta que servía para mil usos distintos. Cada uno llevaba la suya. En ella se hacían cuentas, se escribían frases, se hacían dibujos y hasta se podía escribir un dictado. Era característico el ruido del pizarrín, pequeño lápiz de pizarra bien afilado, al escribir raspando sobre aquella. Para borrar, operación sumamente frecuente y repetida multitud de veces, se utilizaban procedimientos tan artesanales como borrar con un  trapo o la mano, después de echar el aliento sobre lo escrito, mojar ligeramente con agua o saliva, o simplemente borrar en seco. Se podía escribir por ambos lados de la pizarra. Como eran duras y resistentes aguantaban lo que hiciese falta y podían llegar a durar varias generaciones de hermanos.

Para aprender a leer y a escribir se iba avanzando libro a libro, desde los clásicos palotes y las primeras letras hasta libros con escritura grande y dibujos coloreados, hasta llegar a enciclopedias de temas diversos, escritas en letra manual con diversas caligrafías. El tamaño de la letra iba disminuyendo conforme se aprendía. Los maestros dedicaban mucho esfuerzo a la lectura y escritura. Se ponían unas marcas a lápiz en el libro, el alumno  la preparaba en voz baja o a media voz, en su sitio, y luego leía en voz alta ante su maestro o maestra. Si lo hacía bien, prueba superada. Caso contrario, a prepararlo más y a repetir. O quizás ganarse un varazo o estar sin recreo ese día. Cualquier cosa podía pasar ante fallos como esos.

















Entre los diversos libros y cuadernos usados para aprender a leer, a escribir o a dominar las cuentas aritméticas, podemos recordar: la cartilla Rayas, el Catón, el Nuevo Catón, las enciclopedias Álvarez, los cuadernos de escritura Rubio, las tablas de sumar, restar, multiplicar y dividir, el Leedme niñas, El Camarada, el Nuevo Camarada, los cuadernos de caligrafía, el Primer Manuscrito.





Se utilizaban, también, como libros de lectura en años ya superiores, enciclopedias impresas, pero ya no con letra caligráfica. Las materias, ordenadas en temas: Historia, Geografía, Ciencias, Aritmética, Geometría, Gramática u otros, se mezclaban con temas educativos hacia el amor a la Patria y sus símbolos, los valores morales, religiosos y éticos, o la urbanidad. Existían diversos libros de este tipo que formaban parte del material del alumno. En ellos, se daban  a estos, a través de la persona de su maestro o maestra y su estilo educativo, personalidad y hasta ideología, brochazos formativos en la línea imperante en la España de entonces, muy influidos por los fundamentos políticos y morales del Régimen político gobernante.




Entre los diversos libros de las materias citadas podemos reseñar: la Historia Sagrada, las enciclopedia Dalmau de grados preparatorio, elemental y medio, Historia Natural, Aritmética, Gramática Castellana, Ejercicios de Cálculo, las cartillas de urbanidad, el Tesoro de Conocimientos Útiles.
 Existía un gran esfuerzo en enseñar, junto a la habitual formación en las materias docentes normales, una simbiosis entre el desarrollo histórico de España y sus grandes momentos, con los valores religiosos y morales, para unirlos con figuras relevantes del mundo reciente de la Falange Tradicionalista y de las JONS. Con esto, se trataba de inculcar valores de ciudadanía y convivencia social, siempre importantes y loables. Pero se echaba esto en gran parte a perder, al identificarlos con figuras y personajes de la historia reciente de nuestro país, aceptadas sólo por una de las dos partes en que España se había fraccionado. Y así se ahondaba más en la división aunque, lógicamente, los niños de entonces no fuésemos conscientes de ello.











Los alumnos acudíamos a nuestros colegios con grandes carteras de cuero a nuestras espaldas, los niños, y estuches o cabás, las niñas. En ellas solíamos llevar los libros de lectura, libretas de papel cuadriculado para las cuentas o con líneas pautadas para escritura, la pizarra con su pizarrín, lápiz, estuche, goma de lápiz y tinta Pelikan, sacapuntas, caja de lápices de colores Alpino, el mandilón para ponerse en clase sobre la ropa (cuando estaba establecido en el colegio) Se incluía, con frecuencia, la merienda  que normalmente era un bocadillo de pan con chorizo, salchichón o chocolate. También algunas canicas o bolas, si era la época de este juego y los clásicos cromos de futbolistas, de películas, de monumentos o de guerreros de diferentes épocas, para intercambiar con los compañeros. Las niñas llevaban, con cierta frecuencia, la cuerda para saltar.

Dentro del aula y en el aspecto docente, casi todos los niños y niñas de la época pasamos por hacer o tener en nuestras manos cosas tales como figuras poliédricas en cartulina, cortada y unidas con pegamento Imedio o de madera, grandes y pesadas, pequeñas colecciones de minerales con el siempre presente cuarzo, feldespato y mica o diversos pedruscos de cuarzo, un atlas para empezar a conocer el mundo en el que África y Asia eran un mosaico de colonias de países europeos, cuyos nombres era imposible llegar a aprender de memoria, y alguna arquitectura de piezas de madera azules, verdes, rojas y amarillas que permitían dar rienda suelta a las mentes infantiles construyendo casas, palacios y puentes.

Con todo lo anterior, sólo resta añadir que la vida escolar en el aula era, por lo general, de orden, disciplina y silencio. Lo contrario sólo traía la desgracia de un castigo. Se trabajaba a golpes de dictados, cuentas y lecturas y se esperaba ansiosamente la hora de salida al recreo en la que se daba rienda suelta a las energías infantiles contenidas largo rato, a través de carreras, patadas a lo que fuese, peleas, amagos de trifulcas, corros de chiquillos y risas... muchas risas. Mientras, las niñas, más pacientes, saltaban a la cuerda, jugaban a la rayuela, rondaban zonas de niños o corrían entre alborozadas y chillonas. Después de nuevo  a clase.

Los cursos escolares se hacían muy largos, casi eternos. Al final, llegaba el verano con sus vacaciones y una cierta diáspora de los alumnos, para reencontrarnos, alegres y bulliciosos, al empezar el nuevo curso.

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