viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 13
LA URBANIDAD Y REGLAS SOCIALES

Hay temas de los que hoy en día no es fácil hablar en público. Pasa lo mismo que con la autoridad, hay una cierta tendencia social al rechazo y, sobre todo, a identificarlas con épocas pasadas y un tanto retrógradas. En especial a situarlas en el franquismo. Esto lo he experimentado en diversas ocasiones, bien hablando ante un amplio grupo de asistentes a algunos de mis cursos, bien en un grupo de amigos. Son temas que, aparte de no estar de moda, no acaban de encajar bien en la mentalidad actual. Y personalmente pienso que es porque no están correctamente captados y entendidos por el que escucha, y porque han sido deformados con el paso del tiempo.

Dejando estas disquisiciones a un lado, trataré de recordar cómo vivimos en mi generación el tema de la urbanidad y las reglas sociales o normas de funcionamiento en sociedad. He de comenzar diciendo que la urbanidad es simplemente un conjunto de normas y valores para mejorar la convivencia en sociedad, de acuerdo con unos determinados parámetros de comportamiento social. Y estos, lógicamente, pueden ser diferentes de unas culturas a otras y cambiantes en el tiempo. Pero esas normas siempre existen y están ahí presentes. Lo contrario a ellas es el caos y la deshumanización en los comportamientos sociales.

La urbanidad, tal como la conocí y vivimos en mis primeros años de infancia en la década de los cuarenta era, aparte de materia de enseñanza en los colegios, una realidad que se extendía desde nuestras propias casas hasta el último rincón en que nos moviésemos, por pueblos o ciudades. Se podría decir que mi generación nació en la urbanidad y vivió en ella muchos años. Aparte de estudiar las famosas cartillas de urbanidad, en muchas de las clases, de las más diferentes materias, surgía con frecuencia. Por eso la asimilamos y la integramos en nuestra forma de vida y comportamiento. Pero  ¿qué era esa urbanidad? ¿Cuáles eran esos comportamientos y normas a seguir en sociedad? Nada mejor que algunos ejemplos para que lo comprendan mejor las generaciones actuales.

Recuerdo, por ejemplo,  como en aquellas cartillas de urbanidad leíamos que era malo romper un arbolito o cortar su tronco. Los árboles eran algo hermoso y necesario para la vida en la tierra. Era, por tanto, absurdo y propio de una mente detestable romper caprichosamente un árbol o tronchar sus ramas. Y eso quedaba claro para todos por lo que, en general, nadie lo hacía así, por puro afán de dañar o por gamberrismo. Aunque siempre había excepciones y surgía el más listo y más macho que lo hacía así por ir contra la norma.

Lo mismo sucedía con respecto a los animales. Matar por matar o perseguir por perseguir estaba denostado por la norma de urbanidad. En los libros se afeaba la conducta de aquel chiquillo que tiraba piedras a un perro, volcaba en el suelo y pateaba la jaula de un jilguero o un canario o destruía los nidos de los pájaros encaramándose a un árbol o sacándolos de un agujero cubierto de plantas.


Una de tantas enseñanzas de urbanidad y buenas costumbres (Del "Tesoro de la Juventud")


Se nos enseñaba, también, el respeto por la gente mayor, ancianos o abuelitos se decía entonces. Y ese respeto se debía manifestar en cosas tales como el facilitarles el paso en una acera, el cederles el sitio en un tranvía o autobús y en escucharles con respeto. Ese respeto a los mayores de la familia lo era también hacia su mundo, hacia nuestros antepasados. Era frecuente que los niños escuchasen en las reuniones familiares lo que iban contando sus mayores. Seguía así su curso la tradición oral de valores sociales y de sucesos y experiencias de la propia familia.

Muchas de esas normas de urbanidad se centraban en la comida y en la forma de estar en la mesa. Permanecer correctamente sentados, utilizar adecuadamente los cubiertos, evitar mancharse con la comida, no comer con la boca abierta, no hablar mientras se masticaba y otras muchas más eran enseñanzas útiles para moverse por la vida más adelante, cuando el niño fuese creciendo. Otras se referían al tiempo de juego y de deporte. El respeto al adversario, el competir con caballerosidad, con educación, el saber ganar y saber perder, todo esto nos lo iban enseñando maestros y profesores día tras día.

Capítulo especial e importante era el referido al aseo personal y la limpieza. El niño, dentro de las posibilidades del hogar en que vivía, debía ir siempre limpio. Bien lavado y peinado. El lavado de las manos era asunto de mucha insistencia en nuestras casas. Recuerdo profesores que revisaban las manos de los niños antes de entrar en su clase. Otros se centraban más en el vestido limpio. Formaba parte de la educación, en y para la vida social, la limpieza corporal y de la ropa. Claro que este aspecto se quedaba, con frecuencia, en mera intención, debido a la intensa vida de juego en la calle y en los patios colegiales. La mayor parte del tiempo de juego solía desarrollarse  en las calles y plazas de las localidades o lugares de residencia. Y en ellas, con frecuencia, abundaban la tierra y la arena, los charcos y el barro. Así, lo más normal era regresar a casa sucio y con la ropa manchada, cuando no sangrando por una rodilla o con un moratón en una mejilla por una pedrada o un golpe de una espada de madera. Pero esto no era contrario a la dichosa urbanidad, eran gajes del oficio o sea lances del juego. Eso sí, nuestras madres solían reñirnos, enfadadas ante el regreso de su niño, bramando contra nuestro descuido y poniendo el contrapunto de las niñas que no aparecían nunca de esa guisa.

Una norma muy especial era la de no escupir en el suelo. Veamos. Dicho así suscita de inmediato un ¡claro, desde luego! Pero ni era tan claro el asunto ni cuestión baladí. Y no debía serlo cuando nuestras calles estaban llenas de letreros pintados en paredes que decían se prohíbe escupir en el suelo. La norma que se nos enseñaba era esa y estaba clara. Pero existía una costumbre o vicio nacional muy extendido, entonces, entre el mundo adulto. Mucha gente tenía esa mala costumbre. Y la autoridad municipal o la que fuese se curaba en salud prohibiéndolo y publicitándolo mucho. Y además, amenazando con multa a quien fuese sorprendido escupiendo en la vía pública. Aparte de que esto indica que la norma de urbanidad sobre esta mala costumbre, en las escuelas, era necesaria, pongo sobre la mesa otra cuestión paralela: las prohibiciones y las multas. La autoridad gubernamental o municipal planteaba la posibilidad de multa por determinados actos contrarios a la urbanidad pública. Citaré algunos ejemplos.

Estas prohibiciones, explicitadas en carteles o escritas sobre muros o paredes, se podían referir a cuestiones tales como: escupir en el suelo, poner un cartel o escribir en un lugar en que se prohibía hacerlo, orinar en la calle o blasfemar en público. Todo esto formaba parte, también, de las enseñanzas de urbanidad en los colegios y escuelas. Lo de escupir en el suelo ya lo hemos comentado. En lo referente a carteles, era frecuente ver en una pared o muro aquello de se prohíbe pegar carteles. R.E.A. Es decir que se hacía responsable a la empresa anunciadora de esos carteles pegados en donde no debían, por estar prohibido. Esto lo podía denunciar ante las autoridades quien fuese perjudicado por ese acto y podía haber una multa para el responsable. Lo de orinar en la calle, aparte de ser una conducta considerada altamente incívica y denigrada, no era muy frecuente, sobre todo, por la existencia en bastantes ciudades de urinarios públicos, generalmente cuidados por una señora, que cuando no estaba limpiándolos, estaba haciendo calceta. Y esto por las propinas que le daban la mayor parte de los usuarios de esos urinarios. Lo de la prohibición de blasfemar en público, invocando irreverentemente el nombre de Dios o de la Virgen María, aparte de poner de manifiesto la presencia de los aspectos morales y religiosos en la vida pública y social, se apoyaba en que esa conducta era rechazada por la sociedad de esos años, más formada en lo religioso y en el respeto a las creencias.

Todos estos ejemplos, que corresponden a la época de los años cuarenta, pero que se extendieron a lo largo de los cincuenta, no son más que una muestra de esa amplia serie de normas que trataban de formar a los niños en cómo debían de comportarse en sociedad. Aunque ahora parezca paradójico, la mayoría de esas normas de convivencia permitían  vivir mejor la libertad personal en la sociedad. Si tenemos en cuenta que esa libertad de cada uno ha de terminar donde empieza la de los demás, si es que se quiere vivir en un mundo ordenado y en una sociedad bien organizada, esas normas ponían esos límites al comportamiento social de cada uno. Gustase o no – lo contrario es el caos y el abuso de unos sobre otros – esas normas de urbanidad no solamente no frustraron a los niños y niñas de mi generación, sino que nos formaron en los valores sociales más necesarios para vivir en colectividad.

Se entiende ahora por qué al principio manifesté la reticencia que suelo observar hoy en día, incluso en gente ya bastante adulta, sobre este asunto de la urbanidad. Con frecuencia se identifica con el abuso o intromisión de la autoridad establecida en las conductas personales y con la privación de libertad. Pero, aparte de que muchas de esas normas siguen siendo enseñadas por los padres a sus hijos actualmente, aunque sea con otros matices, son muy necesarias si se quiere construir sociedades en las que se pueda vivir con la suficiente libertad. Cuando se ensucian con pintadas las paredes de muchas casas y edificios públicos, se rompen las farolas y los bancos de los parques, se destrozan árboles recién plantados o se queman los contenedores de la basura, por poner unos pocos ejemplos actuales, se está deteriorando la vida social y limitando las posibilidades de la mayoría por parte de unas minorías incívicas. Y esto es, precisamente, limitar la libertad de esas mayorías.

Por eso, en este aspecto, sí considero que ha habido un deterioro importante en las pautas de comportamiento social y pienso en la necesidad de volver a enseñar a los niños y jóvenes esa denostada urbanidad o normas sociales de convivencia. También que el ejercicio adecuado de la autoridad, por quien corresponda, para reprimir y tratar de evitar conductas antisociales como las que he citado, no sólo no es un riesgo y un exceso, sino que es la adecuada protección de los ciudadanos que forman ese entramado social  en que vivimos

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