CAPÍTULO 13
LA URBANIDAD Y
REGLAS SOCIALES
Hay temas de los que hoy en día no es fácil
hablar en público. Pasa lo mismo que con la autoridad, hay una cierta tendencia
social al rechazo y, sobre todo, a identificarlas con épocas pasadas y un tanto
retrógradas. En especial a situarlas en el franquismo. Esto lo he experimentado
en diversas ocasiones, bien hablando ante un amplio grupo de asistentes a
algunos de mis cursos, bien en un grupo de amigos. Son temas que, aparte de no
estar de moda, no acaban de encajar bien en la mentalidad actual. Y
personalmente pienso que es porque no están correctamente captados y entendidos
por el que escucha, y porque han sido deformados con el paso del tiempo.
Dejando estas disquisiciones a un lado,
trataré de recordar cómo vivimos en mi generación el tema de la urbanidad y las
reglas sociales o normas de funcionamiento en sociedad. He de comenzar diciendo
que la urbanidad es simplemente un conjunto de normas y valores para mejorar la
convivencia en sociedad, de acuerdo con unos determinados parámetros de
comportamiento social. Y estos, lógicamente, pueden ser diferentes de unas
culturas a otras y cambiantes en el tiempo. Pero esas normas siempre existen y
están ahí presentes. Lo contrario a ellas es el caos y la deshumanización en
los comportamientos sociales.
La urbanidad, tal como la conocí y vivimos en
mis primeros años de infancia en la década de los cuarenta era, aparte de
materia de enseñanza en los colegios, una realidad que se extendía desde
nuestras propias casas hasta el último rincón en que nos moviésemos, por
pueblos o ciudades. Se podría decir que mi generación nació en la urbanidad y
vivió en ella muchos años. Aparte de estudiar las famosas cartillas de
urbanidad, en muchas de las clases, de las más diferentes materias, surgía con
frecuencia. Por eso la asimilamos y la integramos en nuestra forma de vida y
comportamiento. Pero ¿qué era esa
urbanidad? ¿Cuáles eran esos comportamientos y normas a seguir en sociedad?
Nada mejor que algunos ejemplos para que lo comprendan mejor las generaciones
actuales.
Recuerdo, por ejemplo, como en aquellas cartillas de urbanidad
leíamos que era malo romper un arbolito o cortar su tronco. Los árboles eran
algo hermoso y necesario para la vida en la tierra. Era, por tanto, absurdo y
propio de una mente detestable romper caprichosamente un árbol o tronchar sus
ramas. Y eso quedaba claro para todos por lo que, en general, nadie lo hacía
así, por puro afán de dañar o por gamberrismo. Aunque siempre había excepciones
y surgía el más listo y más macho que
lo hacía así por ir contra la norma.
Lo mismo sucedía con respecto a los animales.
Matar por matar o perseguir por perseguir estaba denostado por la norma de
urbanidad. En los libros se afeaba la conducta de aquel chiquillo que tiraba
piedras a un perro, volcaba en el suelo y pateaba la jaula de un jilguero o un
canario o destruía los nidos de los pájaros encaramándose a un árbol o
sacándolos de un agujero cubierto de plantas.
Una de tantas enseñanzas de urbanidad y buenas costumbres (Del "Tesoro de la Juventud")
Una de tantas enseñanzas de urbanidad y buenas costumbres (Del "Tesoro de la Juventud")
Se nos enseñaba, también, el respeto por la
gente mayor, ancianos o abuelitos se decía entonces. Y ese respeto se debía
manifestar en cosas tales como el facilitarles el paso en una acera, el
cederles el sitio en un tranvía o autobús y en escucharles con respeto. Ese
respeto a los mayores de la familia lo era también hacia su mundo, hacia
nuestros antepasados. Era frecuente que los niños escuchasen en las reuniones
familiares lo que iban contando sus mayores. Seguía así su curso la tradición
oral de valores sociales y de sucesos y experiencias de la propia familia.
Muchas de esas normas de urbanidad se
centraban en la comida y en la forma de estar en la mesa. Permanecer
correctamente sentados, utilizar adecuadamente los cubiertos, evitar mancharse
con la comida, no comer con la boca abierta, no hablar mientras se masticaba y
otras muchas más eran enseñanzas útiles para moverse por la vida más adelante,
cuando el niño fuese creciendo. Otras se referían al tiempo de juego y de
deporte. El respeto al adversario, el competir con caballerosidad, con
educación, el saber ganar y saber perder, todo esto nos lo iban enseñando
maestros y profesores día tras día.
Capítulo especial e importante era el referido
al aseo personal y la limpieza. El niño, dentro de las posibilidades del hogar
en que vivía, debía ir siempre limpio. Bien lavado y peinado. El lavado de las
manos era asunto de mucha insistencia en nuestras casas. Recuerdo profesores
que revisaban las manos de los niños antes de entrar en su clase. Otros se
centraban más en el vestido limpio. Formaba parte de la educación, en y para la
vida social, la limpieza corporal y de la ropa. Claro que este aspecto se
quedaba, con frecuencia, en mera intención, debido a la intensa vida de juego
en la calle y en los patios colegiales. La mayor parte del tiempo de juego
solía desarrollarse en las calles y
plazas de las localidades o lugares de residencia. Y en ellas, con frecuencia,
abundaban la tierra y la arena, los charcos y el barro. Así, lo más normal era
regresar a casa sucio y con la ropa manchada, cuando no sangrando por una
rodilla o con un moratón en una mejilla por una pedrada o un golpe de una
espada de madera. Pero esto no era contrario a la dichosa urbanidad, eran gajes
del oficio o sea lances del juego. Eso sí, nuestras madres solían reñirnos,
enfadadas ante el regreso de su niño, bramando contra nuestro descuido y
poniendo el contrapunto de las niñas que no aparecían nunca de esa guisa.
Una norma muy especial era la de no escupir en
el suelo. Veamos. Dicho así suscita de inmediato un ¡claro, desde luego! Pero
ni era tan claro el asunto ni cuestión baladí. Y no debía serlo cuando nuestras
calles estaban llenas de letreros pintados en paredes que decían se prohíbe escupir en el suelo. La norma
que se nos enseñaba era esa y estaba clara. Pero existía una costumbre o vicio
nacional muy extendido, entonces, entre el mundo adulto. Mucha gente tenía esa
mala costumbre. Y la autoridad municipal o la que fuese se curaba en salud
prohibiéndolo y publicitándolo mucho. Y además, amenazando con multa a quien
fuese sorprendido escupiendo en la vía pública. Aparte de que esto indica que
la norma de urbanidad sobre esta mala costumbre, en las escuelas, era
necesaria, pongo sobre la mesa otra cuestión paralela: las prohibiciones y las
multas. La autoridad gubernamental o municipal planteaba la posibilidad de
multa por determinados actos contrarios a la urbanidad pública. Citaré algunos
ejemplos.
Estas prohibiciones, explicitadas en carteles
o escritas sobre muros o paredes, se podían referir a cuestiones tales como:
escupir en el suelo, poner un cartel o escribir en un lugar en que se prohibía
hacerlo, orinar en la calle o blasfemar en público. Todo esto formaba parte,
también, de las enseñanzas de urbanidad en los colegios y escuelas. Lo de
escupir en el suelo ya lo hemos comentado. En lo referente a carteles, era
frecuente ver en una pared o muro aquello de se prohíbe pegar carteles. R.E.A. Es decir que se hacía responsable
a la empresa anunciadora de esos carteles pegados en donde no debían, por estar
prohibido. Esto lo podía denunciar ante las autoridades quien fuese perjudicado
por ese acto y podía haber una multa para el responsable. Lo de orinar en la
calle, aparte de ser una conducta considerada altamente incívica y denigrada,
no era muy frecuente, sobre todo, por la existencia en bastantes ciudades de
urinarios públicos, generalmente cuidados por una señora, que cuando no estaba
limpiándolos, estaba haciendo calceta. Y esto por las propinas que le daban la
mayor parte de los usuarios de esos urinarios. Lo de la prohibición de
blasfemar en público, invocando irreverentemente el nombre de Dios o de la
Virgen María, aparte de poner de manifiesto la presencia de los aspectos
morales y religiosos en la vida pública y social, se apoyaba en que esa
conducta era rechazada por la sociedad de esos años, más formada en lo
religioso y en el respeto a las creencias.
Todos estos ejemplos, que corresponden a la
época de los años cuarenta, pero que se extendieron a lo largo de los
cincuenta, no son más que una muestra de esa amplia serie de normas que
trataban de formar a los niños en cómo debían de comportarse en sociedad. Aunque
ahora parezca paradójico, la mayoría de esas normas de convivencia
permitían vivir mejor la libertad
personal en la sociedad. Si tenemos en cuenta que esa libertad de cada uno ha
de terminar donde empieza la de los demás, si es que se quiere vivir en un mundo
ordenado y en una sociedad bien organizada, esas normas ponían esos límites al
comportamiento social de cada uno. Gustase o no – lo contrario es el caos y el
abuso de unos sobre otros – esas normas de urbanidad no solamente no frustraron
a los niños y niñas de mi generación, sino que nos formaron en los valores
sociales más necesarios para vivir en colectividad.
Se entiende ahora por qué al principio
manifesté la reticencia que suelo observar hoy en día, incluso en gente ya
bastante adulta, sobre este asunto de la urbanidad. Con frecuencia se
identifica con el abuso o intromisión de la autoridad establecida en las
conductas personales y con la privación de libertad. Pero, aparte de que muchas
de esas normas siguen siendo enseñadas por los padres a sus hijos actualmente,
aunque sea con otros matices, son muy necesarias si se quiere construir
sociedades en las que se pueda vivir con la suficiente libertad. Cuando se
ensucian con pintadas las paredes de muchas casas y edificios públicos, se
rompen las farolas y los bancos de los parques, se destrozan árboles recién
plantados o se queman los contenedores de la basura, por poner unos pocos
ejemplos actuales, se está deteriorando la vida social y limitando las
posibilidades de la mayoría por parte de unas minorías incívicas. Y esto es,
precisamente, limitar la libertad de esas mayorías.
Por eso, en este aspecto, sí considero que ha
habido un deterioro importante en las pautas de comportamiento social y pienso
en la necesidad de volver a enseñar a los niños y jóvenes esa denostada
urbanidad o normas sociales de convivencia. También que el ejercicio adecuado
de la autoridad, por quien corresponda, para reprimir y tratar de evitar
conductas antisociales como las que he citado, no sólo no es un riesgo y un
exceso, sino que es la adecuada protección de los ciudadanos que forman ese
entramado social en que vivimos
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