CAPÍTULO 17
EL PREU
El curso Preuniversitario era, allá por el
final de los años cincuenta y en los sesenta, el enlace entre el Bachillerato y
las carreras universitarias. Era el puente necesario que había que pasar para
acceder a la Universidad española o a las Escuelas Técnicas Superiores, en las
que se cursaban las distintas ramas de la Ingeniería y la Arquitectura. Se
trataba, por tanto, de algo importante y decisivo. Importante porque sin él no
se podía cursar ninguna carrera universitaria. Decisivo porque, tras los duros
años del bachillerato, largos y empinados, se jugaba todo a una sola carta.
Hacer el Preu y aprobarlo daban forma a esa carta. Como ya se dijo en otro
capítulo anterior, en años anteriores a los de vigencia del Plan 1953, no
existía este curso de acceso y sí el denominado Examen de Estado, que era
necesario aprobar antes de intentar ese paso a la enseñanza superior. Tanto con
este examen como con el Preuniversitario, el alumno que quisiese optar a ir a esos estudios superiores debía
enfrentarse al duro y temido Selectivo. Cada Facultad o Escuela Técnica tenía
establecido el suyo, a modo de un verdadero filtro de entrada.
El Preu se cursaba en los institutos de
enseñanza media y en aquellos colegios privados que contasen con las
aprobaciones oficiales correspondientes. Pero, en todo caso, los exámenes
finales, los que daban paso a las notas del curso, debían de hacerse en las
universidades del Estado. A esos institutos y colegios autorizados llegaba cada
año una riada de chicos y chicas, de la más diversa procedencia, para hacer el
Preu. En esos centros educativos se mezclaban, entonces, aquellos que habían
hecho el bachillerato en ellos con otros que procedían de colegios privados de
toda clase de pueblos y ciudades. Y éste fue mi caso concreto.
Tras estudiar el bachillerato en un colegio
del pueblo gallego, ya citado varias veces, fui a parar al Instituto de
Enseñanza Media de Alicante. Razones familiares, al residir en esa ciudad
mediterránea mis tíos y abuelos, estuvieron en el origen de ese traslado,
cruzando España de un extremo a otro. Y como yo, la mitad o más de los alumnos
de aquel Preu de 1959-1960, éramos de procedencia foránea a ese Instituto, hoy
conocido como Instituto Nacional Jorge Juan y ubicado en los aledaños del
Castillo de San Fernando.
Al ser
el Preu un puente entre la enseñanza media y la superior y los últimos estudios
que se hacían en esos Institutos y Colegios autorizados, sus estudiantes
gozábamos de un status especial. De una parte, estaba in mente de todos –
profesores y alumnos – que era la despedida de ese centro. Y esto se notaba en
el trato, generalmente más deferente, que nos daban. Pero también los
estudiantes de Preu éramos conscientes de ese final de ciclo y de ese próximo
adiós. Y esto, al margen de algunas nostalgias y otros sentimientos personales,
impregnaba nuestras mentes de una cierta superioridad sobre el resto del
estamento de cursos inferiores y hasta sobre el profesorado. ¡Nos íbamos a
marchar! Y, además, todos teníamos sobrevalorado e idealizado el mundo de la
universidad, pese a que tan sólo sabíamos de éste lo que nos podían contar
otros jóvenes, familiares o amigos, que ya habían dado ese salto. Por lo
general, conocíamos poco o nada de ese mundo que nos esperaba.
El Preu que estudiamos quienes habíamos iniciado el Plan 1953 tenía una estructura un tanto peculiar, que rompía con la que conocíamos del bachillerato. De un lado, era un curso de repaso de las cuestiones generales. O eso pretendía. Pero por otro, añadía conocimientos más propios de los estudios universitarios y, además, quería ya inculcar otra forma de estudiar. Constaba de dos grupos de materias. De un lado, las asignaturas consideradas fundamentales en los estudios de entonces, diferenciando a los alumnos entre Ciencias y Letras. Los de Ciencias debían estudiar: Matemáticas, Física, Química y Biología. Los de Letras, Literatura española, Historia de la Filosofía, Historia de España, Biología, Latin y Griego. El idioma, fuese éste francés o inglés era asignatura común a ambas ramas.
Aparte de esto, existía un segundo bloque de materias, que teniendo naturaleza de asignaturas concretas, se centraban en un único y exclusivo tema que había de desarrollarse en profundidad. Aquí aparecía el estilo del estudio universitario. O al menos eso se pretendía: estudiar unos temas concretos conjuntando las enseñanzas en clase con una adecuada bibliografía. Esos temas eran distintos cada año y establecidos por el Ministerio de Educación. En el Preu que hice entonces, esos temas eran: los Concilios ecuménicos, la Agricultura de las Islas Canarias y Cervantes y el Quijote. No recuerdo que hubiese otros más.
Al final del curso escolar, cada centro que
impartía el preuniversitario debía evaluar a sus alumnos en la que se
denominaba prueba de madurez. De este
modo se aprobaba o suspendía a esos estudiantes, con una única nota global,
permitiendo el acceso a los exámenes finales en la Universidad a aquellos que
hubiesen sido aprobados por el Instituto o colegio correspondiente. La mayor
parte de los alumnos superaban esa
evaluación final en el centro, pasando a examinarse a las universidades. Los
exámenes del preuniversitario en la universidad constaban de dos partes: prueba
común y prueba especial. Había que superar, sucesivamente, cada una de ellas,
obteniéndose una calificación final, media de ambas pruebas.
Pero, este plan de estudios del
Preuniversitario que hube de realizar, formando parte de la primera promoción
que lo experimentó, duró poco tiempo. Es evidente que ese estudio a fondo de
unos temas concretos, tales como los que antes cité, no era una buena forma de
hacer que el alumno aprendiese a estudiar como
si fuese ya un universitario. Este sistema fracasó porque no permitía al
alumno profundizar en temas de su interés para posteriores cursos y porque
muchos profesores de los institutos no estaban suficientemente preparados, ni
dominaban bien los temas elegidos para cada curso que eran, después, diferentes
para el siguiente. La experiencia murió pronto y se pasó a hacer del
Preuniversitario un curso más, como los del bachillerato, con sus asignaturas
propias. Así, a modo de ejemplo, las materias de este curso, en la especialidad
de Letras, se estableció así: Literatura Española, Historia de la Filosofía de
las Ciencias, Historia de España, Biología, Idioma francés o inglés, Latín, Griego
y Religión.
Y ese era el cuadro de estudios y el marco en
que se encuadraba el Preu. ¿Cuál era el de la vida estudiantil, el de los
alumnos y alumnas del Preu? Me basaré en mi propia experiencia que creo debió ser bastante general en esos años.
En muchos Institutos de la época estaba
vigente un modelo de educación muy apoyado en la disciplina del alumnado. Y
para este fin solían disponer de un Reglamento de Régimen Interior, muy
completo y elaborado, que marcaba todas aquellas líneas de comportamiento escolar
y extraescolar que los alumnos no debían de traspasar. Y éste era, también, el
caso del Instituto alicantino en que hacía el Preu. Además, ese Reglamento no
era un mero formalismo ni papel mojado. Nada de eso, sino una pauta seguida y
bien controlada por la dirección del centro.
Entre los aspectos más relevantes de esa
reglamentación escolar destacaría algunas más llamativas hoy en día. Todos los
alumnos y alumnas llevaban uniforme. Solamente se exceptuaban de esto los
alumnos de Preu que no lo llevábamos. Esto, que en parte ya era una prueba de
consideración hacia los mayores, los que ese año debíamos dejar el centro y una
forma de adaptarnos más a la futura vida universitaria, significaba para
nosotros un refuerzo de nuestra consideración de estar ya prácticamente fuera
del sistema establecido. Y sus consecuencias las veremos en próximos párrafos.
Pero sí debíamos atenernos al orden establecido en todos los frentes. El
primero al permanecer formados y alineados, por cursos y separados chicos y
chicas, en la explanada exterior del Instituto antes de proceder a entrar a
primera hora de la mañana. Desde las ventanas del despacho del director,
acompañado éste por el jefe de estudios y algunos otros profesores, se vigilaba
cada mañana la entrada al Centro. Se hacía por orden, curso a curso, en
perfecta formación cuasi militar. Luego, en el interior del centro y antes de
pasar a las aulas respectivas, se rezaban unas preces u oraciones. Después,
siempre en correcta formación, se iba a las clases.
Los lunes, a primera hora, antes de entrar al
centro y permaneciendo formados y alineados en el exterior, se izaba la bandera
que ya permanecería en el mástil hasta el sábado, en el que al terminar la
jornada escolar, se arriaba. No recuerdo ahora si se ponían o no las notas del
himno nacional. Tras el izado de la bandera, el jefe de estudios pronunciaba
desde el balcón del director algunas consignas escolares y normas diversas a
cumplir. También se anunciaban allí aquellos castigos impuestos de cierta
importancia.
El reglamento especificaba ampliamente todos
los deberes del alumnado, así como un amplio régimen sancionador en caso de
incumplimiento. Y todo ese sistema descansaba sobre una especie de cartulina,
en la que figuraban tantas casillas numeradas como puntos se asignaban a cada
alumno. Al inicio del curso todos teníamos 20 puntos reflejados en veinte
casillas de esa cartulina. En caso de sanciones por faltas contra lo señalado
en el reglamento y según fuesen éstas leves, graves o muy graves, el alumno
perdía puntos. Para esto se hacía, con un taladro la perforación de una o
varias de esas casillas. Si un alumno, a lo largo del curso, veía perforadas
sus veinte casillas era expulsado del Instituto. Para situaciones menores, el
Reglamento ya preveía lo que había de hacerse. Es fácil imaginarse que este
sistema, unido a la fuerte autoridad del profesorado y dirección del centro,
llevaba a un mantenimiento bastante generalizado del orden en las aulas,
pasillos y recreos.
Me adelanto a señalar que esto era así, salvo
por parte de los alumnos de Preu que parecíamos forzados a incumplir ese
sistema y evadirnos de él. Y esto se explica sobre la base de que los de Preu –
niños bonitos del Instituto –
debíamos de demostrar que ya teníamos
mas de universitarios que de escolares. Así que había que ponerlo a la vista, tal como se
venía haciendo de generación en generación, o sea de curso en curso de Preu,
ante todos los demás chicos y chicas uniformados. Y estos a su vez, en especial
los del último curso de bachillerato, miraban con admiración y expectación todo
lo que hacían los chicos mayores, los de Preu. Así que ninguna promoción de
preuniversitario podía faltar a esa especie de ley que marcaba que su
comportamiento había de ser, no sólo sorpresivo día a día para los demás, sino
de salirse del reglamento cuantas veces se les ocurriese. Y cada año, los
nuevos chicos de Preu parecía debían de superar las andanzas, convertidas en
leyendas escolares, de quienes les precedieron en los años anteriores.
Fuese por esto o por la confluencia de media
docena de revueltos e inquietos muchachos, alumnos de Preu nuevos en el
Instituto venidos de diversos lugares, el caso es que desde el primer día mi
curso de preuniversitario fue muy conflictivo. Varios líderes se hicieron desde
el inicio de curso con el colectivo y empezaron a hacer de las suyas. Las
bromas eran continuas y pronto empezaron a dirigirse, también, hacia algunos
profesores, explotando las manías, rutinas o costumbres de estos. Como
consecuencia, empezaron a perforarse aquellas cartulinas y a salir nombres de
chicos de Preu en las sesiones aleccionadoras de los lunes, alineados en la
explanada ante la bandera y la dirección. Entre los mil sucesos, unos cómicos y
otros no tanto, viene a mi memoria
uno de aquellos días en que la imaginación se le disparaba a algunos de
los cabecillas del gamberreo y la insubordinación, dando origen al desmadre. En
aquella ocasión, con instrucciones generales a todo el curso, se organizó un
desaire general al orden establecido. Así al día siguiente, el curso de Preu no
apareció en la explanada ante la sorpresa del profesorado y la expectación de
todos. Al poco tiempo, perfectamente alineados y mezclados, alumnos y alumnas
de Preu, subimos por la empinada cuesta que llevaba al Instituto. Al llegar a
la explanada, nuestra formación atravesó por medio de todas las filas de los
demás cursos, deshaciéndolas y creando un caos en aquellas ordenadas y
perfectas formaciones. Y de este modo fuimos a situarnos a nuestro lugar. Este
gesto de indudable chulería de los chicos del Preu, reído largamente por el
resto del alumnado, planteaba a la dirección cómo afrontar el castigo. En
realidad, los cabecillas de este asunto eran un grupo de malos estudiantes, con
tendencia al gamberreo y a la chanza, pero que hacían reír y disfrutar a toda
la clase cada día. Y esto, unido a que nadie deseaba ser señalado públicamente
ante los compañeros, llevaba a una solidaridad, sin duda, mal entendida.
Esta historia fue la gota que colmó el vaso y
cayeron puntos y puntos de las cartulinas de comportamiento. A unos más que a
otros, cuando se fue determinando quienes estaban impulsando estos actos. Antes
de acabar el curso cuatro o cinco alumnos fueron expulsados del centro. Y eran
esos líderes estudiantiles, en este caso flojos estudiantes, pero de alto nivel
en su ingenio, gracia y poca cabeza.
Pero paralelamente a esto, los chicos y chicas
de Preu también estudiábamos. Y bastante ya que la mayor parte de nuestro
profesorado era exigente. El curso fue transcurriendo entre los concilios
ecuménicos y los plátanos y tomates de Canarias, entre las fórmulas de física y
las reacciones químicas, entre unas agradables clases de francés en las que se
estudiaba la cultura de esa época, con cantantes, escritores, políticos o
deportistas franceses a la cabeza y los experimentos de biología. Esto último
era cosa aparte, con juerga continua incluida. Y ésta alcanzó su cenit cuando
un día se empeñó el profe de turno en anestesiar a una rana para hacerle una
disección que permitiesen ver sus órganos vitales. Arremolinados alrededor de
la mesa, toda la caterva de alumnos, miramos expectantes aquella operación
hasta que, al cabo de unos minutos, sin que la rana diese señales de vida, tras
la anestesia, se oyó decir al profesor ¡ha
fallecido! Resulta fácil imaginarse la que se armó en la clase. Las risas
duraron días tras ver la cara de sorpresa de aquel profesor, todavía con la
aguja y la jeringuilla en la mano.
Así los días transcurrieron, entre la espera
interminable del final de aquel curso para salir corriendo hacia la Universidad
y el jolgorio diario en clase y en los tiempos de recreo, sentados al sol a lo
largo de los numerosos escalones de subida al Instituto. Y uno de esos días,
volvió a armarse la marimorena cuando el colectivo, empujado por los de
siempre, decidió en pública asamblea en el recreo, cambiar la clase por
recorrer la ciudad. Pero no de cualquier forma, sino alineados en una oscilante
fila india, atravesando aceras, calles y jardines. En algunas calles el tráfico
hubo de detenerse para dejar paso a la algarabía estudiantil. Finalmente, el
grupo todavía completo, recaló en una plaza formando un amplio corro. Salieron
a la palestra cantos populares de todo tipo y se acabó saliendo a bailar al
centro del alborozado coro, uno por uno, todos los alumnos allí presentes.
Al fin llegó el mes de julio, tras la larga
espera desde el final del curso en el Instituto un mes antes. Y con ese
veraniego mes, con la ciudad alicantina repleta ya de veraneantes y gentes en
busca del sol y la playa, hubimos de ir a la Universidad de Valencia para hacer
las pruebas finales de ese curso de madurez o preuniversitario. Una multitud de
chicos y chicas abarrotamos las aulas de esa Universidad, procedentes de
diversos institutos y colegios de la entonces región levantina. Todos
correctamente vestidos de chaqueta y corbata, dejando atrás nuestra vestimenta
informal del curso recién terminado, acudimos plagados de nervios e
inquietudes. Sin duda alguna nos impresionaba el nuevo escenario de aquellas
inmensas aulas, en pendiente, que en mi caso eran las de la Facultad de
Ciencias valenciana. Allí pudimos ver, como si fuese un prólogo de lo que nos
esperaba, como se las gastaba el profesorado universitario. Al menos así nos lo
pareció cuando un alumno era expulsado del aula y de las pruebas por no llevar
chaqueta y corbata. Sus protestas no sirvieron de nada, mientras se exhortaba a
todos sobre el relieve y la importancia de la Universidad y la necesidad de ir
correctamente vestidos.
La
prueba se desglosaba en dos partes, para las que se daba una nota global
a cada una de ellas. Eran la prueba común y la prueba específica. Ésta segunda,
separaba en los dos grupos diferenciados de Letras y Ciencias. Debían aprobarse
ambas para pasar el Preuniversitario. Y, terminada y superada se acababa el
largo camino del bachillerato y acceso a la Universidad, iniciado siete u ocho
años antes por la mayoría de mis compañeros. Lejano quedaba ya aquel ingreso en
el bachillerato, celebrado a los diez años de edad, con exámenes orales ante un
tribunal de tres miembros, profesores de instituto. Un largo trecho de nuestra
vida juvenil quedaba atrás.
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