CAPÍTULO 2
LA DURA VIDA DE LA POSGUERRA
El 1º de abril de 1939 terminaba la dramática
guerra civil española y se cerraban tres años terribles en nuestra historia
colectiva y una década, la de los años treinta, que había transformado por
completo la sociedad y la vida de España, hasta llevarla a esa feroz contienda.
Si bien esa fecha podía llevar a las gentes la alegría del final del conflicto,
la situación en que el país había quedado teñía el presente y el futuro de
fantasmagóricos nubarrones negros. Con este cuadro, la década de los años
cuarenta del siglo XX no podía tener peor comienzo. Y esto se agravaba sobre
manera por el estallido de la II Guerra Mundial en 1939. Para los españoles, un
conflicto enlazaba con el otro.
Es de sobra conocido el lamentable estado en
que quedó el país en sus ciudades, pueblos y aldeas. En sus campos e
industrias. La destrucción asomaba su cabeza por doquier. En la mayoría de
lugares de nuestro territorio se podían ver las huellas de la guerra en
edificios y carreteras, en las vías de tren y en los puertos marítimos. En
todas partes, aunque en unas zonas más que en otras. Pero la tónica común era
la destrucción y la desolación en el paisaje urbano y en los campos de España,
muchos de ellos cruzados por interminables líneas de trincheras.
Y en el aspecto humano la situación no era
mejor. Numerosas familias habían perdido a alguno de sus miembros en los
frentes de batalla. Otras lo hicieron en las purgas y fusilamientos masivos de
los primeros días del conflicto. Familias separadas por el muro feroz de haber
pertenecido a uno u otro bando, que no habían sabido nada unos de otros en esos
tres años. Desaparecidos por todas partes. Niños huérfanos y viudas en gran
número. Una inmensa legión de mutilados de guerra, la mayoría soldados heridos
en los frentes de batalla. Muchos de ellos ya sin posibilidad de recuperación
para el resto de sus días. Lisiados de por vida, con miembros amputados, ciegos
o enfermos psíquicos. Un verdadero desastre que infundía pavor.
La destrucción de infraestructuras y de
numerosas fábricas, unida a las cosechas perdidas y al ganado muerto, dejó sin
posibilidades inmediatas de trabajo y de medios de vida a muchos españoles. Y
tuvieron que comenzar infinidad de compatriotas sus nuevas trayectorias, la
búsqueda de cómo poder sobrevivir. La posguerra quedó marcada para siempre,
sobre todo, por la lucha por la supervivencia de los españoles. Unos tuvieron
más suerte y pudieron reintegrarse a su vida laboral anterior al conflicto.
Pero otros muchos, tuvieron que comenzar de nuevo. El regreso a casa de los
combatientes llevó, junto a la alegría del retorno, las dificultades para
encontrar un trabajo o una actividad que les permitiera un modo de vida.
Pero el final de la guerra, alumbró en muchos
hombres y mujeres jóvenes el deseo de casarse y formar una familia, una vez que
todo había acabado. Unos con sus antiguas novias, que habían mantenido esos
años el leño encendido de viejos amores. Otros, en noviazgos fraguados al
regreso a sus hogares, en los mismos
frentes de combate o al finalizar la guerra. En esos primeros años de los
cuarenta, numerosos jóvenes contrajeron matrimonio. Este fue también el caso de
mis padres. Y así, una lluvia de nacimientos se fue produciendo a lo largo de
los primeros años de esa década.
No deja de ser una paradoja ese hecho, en
medio de la penuria que asolaba a la mayor parte de la población española. Pero
así fue. La normalidad fue volviendo a la vida ciudadana en cuanto al
desarrollo de todas las actividades productivas, económicas, financieras y
laborales. La escasez de alimentos, que alcanzaba prácticamente a todos ellos,
unido a los escasos medios económicos de la mayor parte de la población, derivó
en la lucha por obtener los elementos básicos para la alimentación. Y así,
surgió la implantación, por parte del Gobierno, de las cartillas de
racionamiento. Esto, en esencia, era un instrumento que si bien posibilitaba el
acceso a los alimentos más básicos, también limitaba las cantidades a percibir
a valores mínimos y claramente insuficientes. Ese sistema de las cartillas que
debían de presentarse para adquirir los lotes autorizados de pan, arroz,
lentejas, aceite, garbanzos y algunos otros alimentos básicos, pasaron a formar
parte fundamental del paisaje humano en todas partes, sin demasiadas
posibilidades de salirse de este sistema. Eso sí, propició la aparición del
fenómeno del estraperlo. Gentes sin
conciencia ponían a la venta, a espaldas de la autoridad o bajo la tolerancia
de ésta, artículos no incluidos en las cartillas o esos mismos a precios
abusivos, y que obtenían con frecuencia por métodos poco ortodoxos. El sistema
generó, también, toda clase de trueques entre las familias intercambiando unos
artículos por otros.
El dinero escaseaba porque se ganaba poco.
España se había metido, además, en la
autarquía y debía valérselas por si misma, con todas las puertas al
exterior cerradas a cal y canto. Los países aliados frente al régimen de
Hitler, tenían a España por sospechosa de colaboración con Alemania. Y le
impusieron un rigurosísimo bloqueo. Esto agravó mucho más, si es que esto era
ya posible, la situación del pueblo español entregado a la supervivencia a toda
costa. Aparecieron, entonces, sustitutos del dinero como moneda de cambio.
Había que organizarse como se podía.
El hambre, como es fácil entender tras lo
narrado hasta aquí, hizo su aparición por todas partes. Las ciudades se
llevaron la peor parte. La desnutrición rondaba a todos, pero en especial a los
niños. Y así surgió una generación de niños más bien ligeros de peso, enjutos y
con carencias alimenticias. Nuestros padres tuvieron que hacer milagros y
equilibrios sin fin para ir salvando el día a día. Todos nos acostumbramos a
comidas sencillas y frugales, con exceso de legumbres y patatas y escasez casi
infinita de carne y de pescado. Realmente fue admirable la lucha de nuestros
padres para sacar adelante sus familias en aquellas condiciones.
Para terminar de ennegrecer el cuadro, ya de
por sí gris a más no poder, la siempre caprichosa climatología trajo sobre
nuestro país varios años de sequía que abrasaron los menguados campos de
nuestra meseta y tierras del sur. Y varias epidemias de enfermedades, entonces
difíciles de combatir, se unieron al asedio que parecía sufrir España.
Este era el crudo panorama que apareció ante
los ojos de los niños de la posguerra, los que nacimos en esos años cuarenta
del siglo pasado. Es muy difícil de imaginar ahora, desde el relativo confort
de la vida moderna, lo que aquello supuso en la vida de nuestros padres y en
nuestra infancia. Pero, por otra parte, el espíritu de supervivencia humana no
tiene límites a la hora de la verdad. Y
es posible, además, enfrentarse a esas situaciones con el ánimo alto y la
alegre canción en los labios. La psicología humana requiere y necesita la
expansión de la huida del pesimismo y del desastre, el dejar, por momentos, de
pensar en ello. Y así, el pueblo español trataba también de divertirse algo en
su escaso tiempo libre y de suplir con pequeñeces las carencias que tenía de
cara a sus hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
AQUÍ PUEDES COMENTAR LO QUE DESEES SOBRE ESTE CAPÍTULO O ESTE LIBRO
El autor agradece los comentarios