viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 2
LA DURA VIDA DE LA POSGUERRA

El 1º de abril de 1939 terminaba la dramática guerra civil española y se cerraban tres años terribles en nuestra historia colectiva y una década, la de los años treinta, que había transformado por completo la sociedad y la vida de España, hasta llevarla a esa feroz contienda. Si bien esa fecha podía llevar a las gentes la alegría del final del conflicto, la situación en que el país había quedado teñía el presente y el futuro de fantasmagóricos nubarrones negros. Con este cuadro, la década de los años cuarenta del siglo XX no podía tener peor comienzo. Y esto se agravaba sobre manera por el estallido de la II Guerra Mundial en 1939. Para los españoles, un conflicto enlazaba con el otro.

Es de sobra conocido el lamentable estado en que quedó el país en sus ciudades, pueblos y aldeas. En sus campos e industrias. La destrucción asomaba su cabeza por doquier. En la mayoría de lugares de nuestro territorio se podían ver las huellas de la guerra en edificios y carreteras, en las vías de tren y en los puertos marítimos. En todas partes, aunque en unas zonas más que en otras. Pero la tónica común era la destrucción y la desolación en el paisaje urbano y en los campos de España, muchos de ellos cruzados por interminables líneas de trincheras.

Y en el aspecto humano la situación no era mejor. Numerosas familias habían perdido a alguno de sus miembros en los frentes de batalla. Otras lo hicieron en las purgas y fusilamientos masivos de los primeros días del conflicto. Familias separadas por el muro feroz de haber pertenecido a uno u otro bando, que no habían sabido nada unos de otros en esos tres años. Desaparecidos por todas partes. Niños huérfanos y viudas en gran número. Una inmensa legión de mutilados de guerra, la mayoría soldados heridos en los frentes de batalla. Muchos de ellos ya sin posibilidad de recuperación para el resto de sus días. Lisiados de por vida, con miembros amputados, ciegos o enfermos psíquicos. Un verdadero desastre que infundía pavor.

La destrucción de infraestructuras y de numerosas fábricas, unida a las cosechas perdidas y al ganado muerto, dejó sin posibilidades inmediatas de trabajo y de medios de vida a muchos españoles. Y tuvieron que comenzar infinidad de compatriotas sus nuevas trayectorias, la búsqueda de cómo poder sobrevivir. La posguerra quedó marcada para siempre, sobre todo, por la lucha por la supervivencia de los españoles. Unos tuvieron más suerte y pudieron reintegrarse a su vida laboral anterior al conflicto. Pero otros muchos, tuvieron que comenzar de nuevo. El regreso a casa de los combatientes llevó, junto a la alegría del retorno, las dificultades para encontrar un trabajo o una actividad que les permitiera un modo de vida.

Pero el final de la guerra, alumbró en muchos hombres y mujeres jóvenes el deseo de casarse y formar una familia, una vez que todo había acabado. Unos con sus antiguas novias, que habían mantenido esos años el leño encendido de viejos amores. Otros, en noviazgos fraguados al regreso a sus hogares,  en los mismos frentes de combate o al finalizar la guerra. En esos primeros años de los cuarenta, numerosos jóvenes contrajeron matrimonio. Este fue también el caso de mis padres. Y así, una lluvia de nacimientos se fue produciendo a lo largo de los primeros años de esa década.

No deja de ser una paradoja ese hecho, en medio de la penuria que asolaba a la mayor parte de la población española. Pero así fue. La normalidad fue volviendo a la vida ciudadana en cuanto al desarrollo de todas las actividades productivas, económicas, financieras y laborales. La escasez de alimentos, que alcanzaba prácticamente a todos ellos, unido a los escasos medios económicos de la mayor parte de la población, derivó en la lucha por obtener los elementos básicos para la alimentación. Y así, surgió la implantación, por parte del Gobierno, de las cartillas de racionamiento. Esto, en esencia, era un instrumento que si bien posibilitaba el acceso a los alimentos más básicos, también limitaba las cantidades a percibir a valores mínimos y claramente insuficientes. Ese sistema de las cartillas que debían de presentarse para adquirir los lotes autorizados de pan, arroz, lentejas, aceite, garbanzos y algunos otros alimentos básicos, pasaron a formar parte fundamental del paisaje humano en todas partes, sin demasiadas posibilidades de salirse de este sistema. Eso sí, propició la aparición del fenómeno del estraperlo. Gentes sin conciencia ponían a la venta, a espaldas de la autoridad o bajo la tolerancia de ésta, artículos no incluidos en las cartillas o esos mismos a precios abusivos, y que obtenían con frecuencia por métodos poco ortodoxos. El sistema generó, también, toda clase de trueques entre las familias intercambiando unos artículos por otros.

El dinero escaseaba porque se ganaba poco. España se había metido, además, en la  autarquía y debía valérselas por si misma, con todas las puertas al exterior cerradas a cal y canto. Los países aliados frente al régimen de Hitler, tenían a España por sospechosa de colaboración con Alemania. Y le impusieron un rigurosísimo bloqueo. Esto agravó mucho más, si es que esto era ya posible, la situación del pueblo español entregado a la supervivencia a toda costa. Aparecieron, entonces, sustitutos del dinero como moneda de cambio. Había que organizarse como se podía.

El hambre, como es fácil entender tras lo narrado hasta aquí, hizo su aparición por todas partes. Las ciudades se llevaron la peor parte. La desnutrición rondaba a todos, pero en especial a los niños. Y así surgió una generación de niños más bien ligeros de peso, enjutos y con carencias alimenticias. Nuestros padres tuvieron que hacer milagros y equilibrios sin fin para ir salvando el día a día. Todos nos acostumbramos a comidas sencillas y frugales, con exceso de legumbres y patatas y escasez casi infinita de carne y de pescado. Realmente fue admirable la lucha de nuestros padres para sacar adelante sus familias en aquellas condiciones.

Para terminar de ennegrecer el cuadro, ya de por sí gris a más no poder, la siempre caprichosa climatología trajo sobre nuestro país varios años de sequía que abrasaron los menguados campos de nuestra meseta y tierras del sur. Y varias epidemias de enfermedades, entonces difíciles de combatir, se unieron al asedio que parecía sufrir España.

Este era el crudo panorama que apareció ante los ojos de los niños de la posguerra, los que nacimos en esos años cuarenta del siglo pasado. Es muy difícil de imaginar ahora, desde el relativo confort de la vida moderna, lo que aquello supuso en la vida de nuestros padres y en nuestra infancia. Pero, por otra parte, el espíritu de supervivencia humana no tiene límites a la hora  de la verdad. Y es posible, además, enfrentarse a esas situaciones con el ánimo alto y la alegre canción en los labios. La psicología humana requiere y necesita la expansión de la huida del pesimismo y del desastre, el dejar, por momentos, de pensar en ello. Y así, el pueblo español trataba también de divertirse algo en su escaso tiempo libre y de suplir con pequeñeces las carencias que tenía de cara a sus hijos.

Todo cuanto llevamos dicho en este capítulo de la posguerra española nos permite un desarrollo más detenido y puntual de numerosos aspectos. Así, costumbres, sucesos, modos de vida de esos años van a desfilar en las páginas que siguen de este libro. Y trataremos de transmitirlas lo más fielmente que nuestra memoria nos permita. 

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