CAPÍTULO 21
LA SEMANA SANTA
Se celebraba
profundamente, en la mayoría de pueblos y ciudades de España, la Semana Santa.
Eran unas fechas especiales que, en aquellos años, se vivían con intensidad.
Procesiones y actos de culto y litúrgicos se sucedían a lo largo de esa Semana.
Los cines pasaban a un segundo plano y los cafés y bares modificaban hábitos y
horarios en los días centrales de la Semana Santa.
Muchos pueblos se
llenaban de gentes en esa semana. Los estudiantes volvían a sus casas para
pasar esos 8 o 10 días, lejos de sus lugares de estudio. Residentes en diversas
ciudades españolas, se acercaban esos días a pasarlos con sus familias. A ello
hay que añadir, sobre todo ya en los sesenta, las excursiones de alumnos de
colegios de niños o niñas, procedentes de diversos lugares de España, que
pasaban por los pueblos y ciudades en esas fechas. Era corriente en Colegios e
Institutos aprovechar la Semana Santa para hacer la excursión anual o de fin de
curso o de estudios.
Los cultos de esa
semana y sus horarios no han cambiado apenas con el paso de los años. Quizás sí
la forma de vivirlos. En el Domingo de Ramos, el acto central y único solía ser
la misa y la procesión que seguía a aquella. Y lo más llamativo era la afluencia
al templo parroquial, a la misa de ese día, de multitud de niños y jóvenes
provistos de sus ramos correspondientes. Y estos no eran cualquier cosa.
Algunos niños y niñas,
bien vestidos de domingo, limpios y relucientes, llevaban en su mano una palma.
Ésta formaba figuras y dibujos con sus hojas y se adornaba, en ocasiones, con
lazos y hasta rosquillas. Quienes llevaban estas palmas, pocos como hemos
dicho, eran mirados por la masa de
niños y jóvenes con una mezcla de envidia, indiferencia y burla. Eso, cuando
algún mozalbete no les arrancaba una rosquilla y se la comía, mientras escapaba
a la carrera.
El resto de los
infantes y los jóvenes portaban ramos, normalmente de laurel, en sus manos. La
población de estos árboles de la zona
sufría una notable disminución. Aunque ocurría que muchos de ellos se cogían a
la vera de caminos donde crecían a su antojo fuera de todo cuidado y utilidad.
El tamaño de muchos de estos ramos
era lo suficientemente grande como para que les quedase pequeño tal
tratamiento. Muchos eran ramas e incluso auténticos troncos, dotados de amplio
ramaje a derecha e izquierda. En cierta manera, había quienes competían cada
año por ver quien se presentaba en la Iglesia con un ramo más grande.
Dentro del templo, en
la misa de ese domingo que inauguraba la Semana Santa era un espectáculo
ver todo la masa vegetal sobre las
cabezas del gentío. Allí, se agitaban al aire durante la larga ceremonia los
cientos de ramos, sujetos muchos de
ellos por chavales inquietos y juguetones. Se alzaban, también los ramitos de
muchos adultos. La bendición de los ramos marcaba el momento culminante y
esperado por los fieles presentes. Se vivía el ambiente de las grandes fiestas
y las tradiciones populares. La misa, con más o menos silencio dentro de las
posibilidades de la chavalada, no alcanzaba la seriedad de otros actos. Algunos
chicos aprovechaban la ocasión para sacudirse un ramazo o sacudírselo a otro de su entorno. Al terminar la misa y la
bendición, comenzaba la procesión, cuando el tiempo lo permitía, cosa que no siempre sucedía.
Era, por tanto, un
acontecimiento sencillo pero importante en ese día. Constituía el centro de la
vida del Domingo de Ramos. Estaba extendida la costumbre, en muchas familias,
de estrenar ropa en esa festividad, al igual que sucedía en otros días de
fiesta como el de Corpus Cristi, Domingo de Pascua, Navidad, Reyes o el de la
patrona de la localidad, por poner algunos
ejemplos habituales. Se ligaba con frecuencia el estrenar ropa, para ir
más elegante o mejor vestido, a la
llegada de esos días más señalados. Estrenar ropa o calzado, en la mayoría de
las familias no era acontecimiento frecuente, dado que se procuraba alargar la
vida de la que se tenía. Por esa razón, estrenar constituía con frecuencia un
acontecimiento. Esto adquiría, lógicamente, mayor relieve en las mujeres y
chicas jóvenes que multiplicaban el efecto de esos estrenos.
Volviendo a la Semana
Santa, durante ella permanecían cubiertas, en las iglesias, con tela morada la
totalidad de imágenes y las cruces. Una vez pasado el domingo de Ramos se
entraba en los tres días más tranquilos que le siguen. Lunes, martes y
miércoles de Semana Santa eran días laborables. Los adultos debían trabajar,
mientras colegiales y estudiantes seguían su fiesta y descanso vacacional. En
esos días no había apenas cultos especiales. Tan sólo, era costumbre que se
celebrasen predicaciones o charlas cuaresmales o penitenciales. Eran una
especie de ejercicios espirituales abiertos. Se celebraban en diversas iglesias,
separadamente para hombres y mujeres. Solía predicarlos, desde el púlpito, un predicador. Generalmente venía un
sacerdote o religioso, traído por la Parroquia, para todos los actos de la
Semana Santa. Este predicador, solía encargarse de dirigir esas charlas o
ejercicios, sermones en las misas principales de la Semana Santa y en actos
como el de las Siete Palabras o la procesión del Encuentro y algunos otros.
El predicador
respondía a patrones bastante estandarizados. Por lo general, pertenecían a
órdenes religiosas tales como Jesuitas, Dominicos, Franciscanos, Agustinos u
otras. No solían ser sacerdotes diocesanos. Tenían buena oratoria, voz potente,
entonación zigzagueante al hilo de sus palabras, cargaban las tintas en los
aspectos duros de la vida y la
religión cristiana, tales como muerte, juicio, infierno y gloria. Generalmente
eran hombres de buena y recta doctrina que se entregaban a su papel de remover
las conciencias en días tan señalados. Máxime, cuando muchos cristianos de esa época
solamente se confesaban en los días previos al Jueves Santo de cada año. Luego,
acudían en masa a la comunión de la Misa de ese día grande y fervoroso.
El Jueves Santo era,
sin duda, el día grande de la Semana Santa a nivel religioso y a nivel social.
El sentir popular de siglos, esculpido en el refranero transmitido de
generación en generación, se resumía en aquello que escuché ya desde niño:
“”Hay tres jueves en el año
que relucen más que el sol
Jueves Santo, Corpus Cristi
y el día de la Ascensión””
El Jueves Santo se
vivía con auténtica devoción en la mayoría de las casas. En los años cincuenta
regían las normas canónicas y litúrgicas anteriores al Concilio Vaticano II que
introdujo numerosas reformas. Por este motivo, el ayuno eucarístico, al inicio
de esos años exigía que no se podía tomar alimento desde la medianoche del día
anterior si se iba a comulgar en la misa del día. Posteriormente se estableció
el período de tres horas antes a la comunión, como ayuno eucarístico. Ya a
partir de la reforma del Concilio Vaticano II quedó fijado en una hora el
tiempo en que se debía permanecer sin tomar alimento antes de la comunión.
Por esta razón, pese a
ser festivo, no era día de comidas familiares ni de aperitivos. Las cafeterías
y bares veían disminuidos ampliamente el número de parroquianos. Muchas de
ellas permanecían cerradas durante la tarde del Jueves Santo. No había
películas ese día en los cines que, también, cerraban sus puertas. El mundo del
ocio y la diversión desaparecía en esos días sagrados. El centro era la Iglesia
Parroquial o alguna capilla de las monjas o religiosos. Contribuía a esto,
además, la normativa de la vida civil española de esos años cincuenta en los
que la Autoridad Gubernativa establecía diversas prohibiciones.
A lo largo de los años
sesenta, al hilo de las reformas establecidas por la Iglesia tras el Vaticano II
y las que, un tanto por libre, se fueron implantando en diversos lugares,
algunos aspectos de las celebraciones de la Semana Santa cambiaron. Así, la
Santa Misa pasó a celebrarse en castellano. La Misa del Jueves Santo dejó de
ser cantada, aunque siguió con gran solemnidad y asistencia de fieles. El ayuno
eucarístico, disminuyó, como se dijo antes. Los no creyentes dejaron de acudir
a la Iglesia. Todo esto, modificó, básicamente el ambiente general de respeto,
de religiosidad vivida, de emotividad. Se fue transformando en una celebración
religiosa en cohabitación con una tradición popular. De aquí que muchos
acudiesen y no comulgasen o se transformasen en simples curiosos, asistentes a
la procesión, al borde de su paso. Pero
más o menos distantes en las vivencias de los misterios que se celebraban. De
hecho la Semana Santa experimentó, en muchos lugares y en la segunda mitad de
los sesenta, una disminución en fervor, vivencia popular en las celebraciones y
hasta en la vistosidad y cuidado de los actos, para volver posteriormente a su
antiguo esplendor en años más recientes.
La vida religiosa y
sus manifestaciones externas jugaban todavía un papel importante en aquella
España de los años sesenta. La religiosidad de una parte grande de los
españoles, mejor o peor vivida y sentida, se reflejaba en toda clase de
acontecimientos religiosos, desde la misa dominical hasta las procesiones de la
Semana Santa. Con todos los matices que se quieran dar sobre este hecho y
teniendo en cuenta el peso de las tradiciones y las costumbres sociales, la
realidad era que existían unas vivencias seguidas muy masivamente por la
población. Y eso que los años sesenta supusieron ya un cambio de rumbo con
respecto a las décadas anteriores. El Concilio Vaticano II, celebrado en esos
años, inició una modificación importante de escenarios y de caminos.
El Viernes Santo,
igualmente día de fiesta grande, acogía el mayor número de procesiones. Solían
celebrarse varias en ese día. Y todas con enorme asistencia de fieles. La
primera de ellas era la del Encuentro.
Es ésta una procesión enormemente popular y de vieja tradición. En muchos
lugares era costumbre coger o llevar un ramito de mirto o similar en la mano, mientras
un religioso o el sacerdote predicaba durante la procesión, narrando los
sucesos que se revivirían en ella.
En los años sesenta,
una vez que se restableció la apertura de establecimientos de hostelería, al
término de la procesión y las visitas a las iglesias muchos acudían a las
cafeterías o cualquiera de los bares de la zona para charlar un rato con los
amigos o familiares y recuperar el ánimo con
un aperitivo o un vinillo del país.
La hora de la comida no podía demorarse mucho ya que los Oficios del Viernes
Santo solían comenzar a las cinco de la
tarde.
A la hora citada, se celebraban los Oficios religiosos,
una celebración en la que se mezclaban lecturas, adoración de la Santa Cruz y
la Comunión. Con independencia de este tiempo de ayuno anterior a la comunión,
vigente para la misa de cualquier día del año, el día de Viernes Santo era,
como ahora, día de ayuno para los católicos. Y estas reglas de ayuno eran más
exigentes entonces.
En los minutos antes
de la salida de la procesión, muchos, con el estómago vacío, castigado por el
ayuno de la espera para comulgar, se apresuraban a ponerse a la cola de alguna
churrería El olor de los churros preparados esmeradamente por los propietarios del
establecimiento, incrementaba el hambre de niños y jóvenes, y de bastantes
adultos. Tras la espera, se obtenía el premio de un cartucho de papel de
estraza con la media docena o la docena de churros recién hechos y comprados.
Se comían allí mismo, paseando. Y sabían, realmente, a gloria en aquellas circunstancias.
En lo referente a
asociaciones de carácter religioso, existentes en aquellos años, fueron varias
las que podemos recordar ahora, a riesgo de dejarnos alguna en el tintero. La Acción Católica, todavía sin
convertirse en movimientos especializados como sucedería al final de la década,
era la más importante como ocurría en todas partes. Lo era tanto por el número
de personas que pertenecían a esta asociación, como por la constancia en la
asistencia a los actos que organizaban en diversas parroquias. Muchos jóvenes
de esos años se sentían atraídos por las actividades y vivencias de esta
importante asociación tan ligada a la vida de la Iglesia de entonces y con
bastantes años de tradición a cuestas. Las asociaciones de los Luises y de San
Estanislao de Kotzka tenían su sede principal en los Jesuitas. La Adoración Nocturna, al igual que en
toda España, era otra importante asociación ligada a las parroquias. Muchos
fieles, de todas las edades, hombres y mujeres, pertenecían a ella y
participaban en los turnos de vela nocturnos ante el Sagrario de muchas
iglesias, en los días señalados para esto. Eran tiempos de devoción eucarística
muy extendida, de exposición de la Hostia Santa en la Custodia ante el pueblo
fiel, de bendiciones solemnes con el Santísimo, de cantos latinos muy populares
y que muchos se sabían de memoria. Eran tiempos en los que estaban muy
extendidas devociones como la del
Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado Corazón de María, los Jueves
Eucarísticos, los Primeros Viernes y los Primeros Sábados de mes, los domingos
de San José o la Novena de la Inmaculada Concepción, por citar algunas.
Por mi parte, recuerdo
con cierta emoción, una de aquellas asociaciones que conocí entonces y en cuyas
actividades participé. Se trataba de una muy minoritaria y menos conocida, la Legión de María. En ella, un grupo de
chicos y chicas jóvenes, acudíamos a rezar el rosario ante una imagen de la
Virgen y manteníamos una reunión de intercambio de experiencias y de
programación de actividades. Los domingos por la mañana, en grupos de dos o
solos, acudíamos a hospitales y sanatorios de la ciudad para visitar a los
enfermos. Acudí bastantes domingos a un hospital y viví la profunda e
inolvidable experiencia juvenil de ver de cerca el dolor y los padecimientos de
aquellos enfermos postrados en sus camas, muchos de ellos con enfermedades
infecciosas y terminales. Nos esperaban con ilusión. Hablábamos con muchos de
ellos, hasta llegar a tener cierta amistad, y procurábamos llevarles periódicos
y revistas para su entretenimiento en aquellos duros momentos. Con cierta
frecuencia, al llegar un domingo, encontrábamos que a lo largo de la semana
pasada había fallecido alguno de los que habitualmente visitábamos. Sentíamos
así, en nuestras propias carnes, la soledad de aquellos a los que nadie, ni sus
familiares, solían ir a ver.
Y cerramos este
capítulo con un recuerdo para los ejercicios
espirituales. Se organizaban, por las diferentes parroquias, antes de la
Semana Santa. Eran una preparación para las celebraciones de esos días y para
la comunión del Jueves Santo, el día grande por excelencia y centro del
precepto de la Pascua Florida. Eran unos días en los que se organizaban tandas
de predicaciones para hombres y mujeres, separadamente, y en muchos casos, para
jóvenes. Normalmente, una gran cantidad de confesiones seguían a estos ejercicios
espirituales que tantos recuerdan de esos años.
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