viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 24
DEL BAILE EN LA PLAZA PÚBLICA AL GUATEQUE

El baile ha formado siempre parte de nuestra cultura popular. De nuestras formas de vida y diversión. Pero la evolución, con el paso de los años, ha sido notable. Tanto como la propia música bailable. Así, en el principio del período temporal seguido en este libro –los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX – eran las fiestas locales y de barrio sus principales manifestaciones. Tanto en ciudades como en pueblos los días de sus fiestas patronales llegaban acompañados por bailes y verbenas. Pero no eran estos festejos los únicos en los que se bailaba. En casi todas las ciudades y en bastantes pueblos de cierta entidad existían multiplicidad de sociedades y clubs recreativos y culturales. En ellos, aparte de las diferentes actividades que pudiesen desarrollar, solían celebrarse bailes en determinadas fechas del año. En los días de Reyes, Carnavales, patronos locales y otros diversos se organizaban en ellas bailes y verbenas.
Las fiestas patronales las hemos recordado en un capítulo anterior, así como sus bailes. Ahora nos ocupamos de aquellos locales diseminados por toda la geografía hispana que celebraban fiestas y bailes. El público habitual estaba formado, en los primeros años de la década de los cincuenta, por matrimonios o solteros mayorcitos. Los jóvenes todavía no frecuentaban este tipo de locales. No se había producido la explosión juvenil que trastornó, rápidamente, los hábitos y costumbres de la población. Con la llegada de los sesenta, su público pasó a ser mayoritariamente de jóvenes. No obstante, era frecuente ver a matrimonios vigilando desde las mesas a sus hijas o a madres  y tías acompañando a las suyas que, de esta forma, podían acudir a esas salas con el consiguiente permiso, de otra forma, denegado.
La música era una mezcla de bailables del más puro repertorio clásico, junto a los éxitos musicales del año transcurrido desde el verano anterior. Así, se mezclaban las melodías de siempre con las canciones más famosas del momento. Esto, lógicamente, enganchaba con facilidad al público juvenil allí reunido que bailaba sin cesar en la pista, escuchaba desde el mostrador del bar o permanecía sentado alrededor de las mesas.

Por aquellas salas y pistas de baile fueron pasando, quedando en sus repertorios habituales, desde los viejos, melancólicos y románticos valses, tangos, boleros o fox, hasta los más movidos ritmos de sambas, cha cha chá y merengues. Y, en medio de esto, el rock and roll que revolucionó todo y se convirtió en el rey de las fiestas. Y, además, la habitual novedad rítmica de cada temporada, como sucedió con la famosa yenka o el twist. Casi siempre había unos minutos para un pasodoble español, que no faltaba nunca para cerrar la fiesta nocturna. No hubo estilo musical que no pasara por ellas alegrando las noches, a veces plenas de estrellas y, otras, de cielos cubiertos o lunas de agosto jugando al escondite.

Como en todos los bailes de esas épocas, existían sus costumbres y sus reglas de juego. Esto añadía color y calor a esas noches. Las chicas solían acudir con alguna amiga o, como sucedía con frecuencia, acompañadas de sus padres, tíos, hermanos o algún familiar. Una vez allí, permanecían en las mesas con esa compañía o se agrupaban con otras amigas o con algún  grupo de chicos y chicas. No era normal que una chica acudiera sola al baile. Los chicos seguían otras costumbres. Se acudía con frecuencia para encontrarse allí con los amigos, o se iba ya con ellos, tras reunirse en algún bar o cafetería. Una vez en la sala, se solía ir al bar para estar un rato charlando en la barra o contemplando el panorama. Otras veces, se acomodaba el grupo en alguna mesa, iniciando la fiesta y contagiándose unos a otros la alegría del momento y el buen humor. Normalmente un cuba libre, una ginebra con seltz o tónica acompañaban esos ratos. Alguna vez, no demasiadas, se brindaba con una botella de sidra por aquellos momentos de reencuentro del grupo.

Las chicas, sentadas en sus mesas, con aparente mirada distraída, aunque expectante, esperaban el momento de salir a bailar. Y al igual que a la mayoría de las mujeres de todos los tiempos, les gustaba el baile y la música. Pero era preciso que algún chico viniese a sacarlas a bailar. En estas salas, a diferencia de las fiestas populares, no se llevaba, por mal visto, el bailar dos jóvenes solas esperando a que un par de mozos las invitaran. Esto, aparentemente, supeditaba todo a la decisión de los chicos. Pero nada más lejos de la realidad. Las cosas para los jóvenes no eran nada fáciles. Veamos. En primer lugar, deberían de desear bailar y no quedarse en la mesa o en el bar, tomando una copa, charlando con sus amigos o viejos camaradas de estudios o juegos infantiles. En segundo lugar, si deseaban bailar, debían de repasar con la vista las mesas, muchas veces semiocultas por arcos y plantas, aguzando bien la vista para no confundir lo blanco con lo negro, ni a la hija con su prima la mayor. Además, una vez decidido a dirigirse a aquella chica que estaba al otro lado de la pista y que vislumbraba a la luz de unas tenues bombillas, debía de llegar hasta allí, armado del suficiente valor para pronunciar su invitación delante del resto de personas que hubiese en la mesa. Si cruzar la pista, atravesando entre las parejas que bailaban, para asomarse al otro lado y alcanzar la mesa deseada, llevándose algún  que otro empujón de los bailarines, cuando no el pisotón de un torpe embobado con su pareja, ya tenía sus dificultades, imagínense la otra alternativa. Ésta consistía en comenzar el recorrido alrededor de la pista, entre las mesas, a la vista de todos, pidiendo disculpas por las molestias a más de una madre u obligando a apartar su silla a algún que otro progenitor. Una vez conseguido el acceso a la mesa buscada y en el supuesto de que otro chico más rápido o decidido no se hubiese adelantado a sacar a la chica, el interfecto debía de echarle valor y pronunciar la misma pregunta, antes señalada, en voz clara y suficientemente alta para ser oído, de ¿bailas?. Tras lo cual, la chica podía responder en uno u otro sentido. Esos segundos de espera, atravesado por las miradas de toda la sala y en especial de quienes estaban en la mesa alcanzada, eran duros para muchos.

Tras unos segundos, la chica podía levantarse y acudir con el joven que se lo proponía a bailar. O podía pronunciar el terrible ¡no! También podía poner una disculpa del tipo de estoy cansada ahora, no tengo ganas o más tarde. Pero todo esto ya era lo mismo para el aspirante al baile con aquella muchacha. Se había fracasado a la vista de todos y había que regresar a la base. Aquí, la experiencia de cada cual, arbitraba soluciones más o menos imaginativas. Unos, armándose de súbito valor, se dirigían un par de mesas más allá y repetían la  pregunta a otra chica, ya sin elección previa. Otros, con porte y mirada digna se quedaban por allí, en pie, aguardando el final de la pieza para intentar otra aventura. Todo menos regresar derrotado, junto a los compañeros de noche o de mesa y soportar sus bromas y risas. Algunos, echándole humor y valor, trataban de convencer a la muchacha esquiva, la del no, con razones y razonamientos. A veces se lograba el objetivo. Pero, con frecuencia, no había más solución que volver al punto de partida, a la vista de todos. Y eso, para el orgullo masculino era, más bien, duro.

Y además había que contar con las madres. ¿Cómo ser capaz de acudir a sacar a bailar a aquella chica, si su madre, sus tías, las amigas de su madre... y hasta su padre con ceño fruncido y cara de pocos amigos, la rodeaban y custodiaban?. Éste era el peor de los escenarios posibles, casi siempre abocado al desastre. El no estaba prácticamente garantizado y el ofrecía el peligro de que, caso de bailar varias piezas con la chica, en el descanso hubiera que compartir mesa con todo aquel personal inquisidor.

En todo caso, con la pareja en la pista, se iniciaba una relación que podía durar una sola pieza del repertorio, varias o toda la noche, con pacto de salidas o de encuentro al día siguiente, en el paseo o en la playa. Aquella relación, inestable muchas veces, podía romperse al poco rato por mil razones. En ocasiones el chico o la joven descubría enseguida que no le iba el otro, no sabía hablar de nada, no sabía bailar y tropezaba o sencillamente no le gustaba la compañía. Otras veces, el joven descubría que estaba siendo utilizado en una operación de guerrillas, tendente a captar la atención de otro chico, verdadero objetivo de la otra parte y deseado protagonista de la película. Y, a veces, el muchacho añoraba la compañía de sus amigos que tomaban una copa en el bar o... sencillamente le volvía el miedo, superado un rato antes de lanzarse a la aventura.

Así, iba transcurriendo la noche, entre risas y canciones, entre melodías y ensueños o entre horas de hastío en la soledad de una mesa, tras la última esquina, con un cuba libre o un gintonic en la mano y con el sueño acechando tras la última de las estrellas. Y más tarde... los instrumentos enmudecían, las luces se apagaban, las gentes se iban... ¡y había que volver a casa! Y aquí venía la diferencia entre los que volvían solos o aquellos que lo hacían con la compañía de alguien con quien habían compartido la noche. Y, hasta los había que volvían con dificultades por aquella ¡maldita copa de más!...

Con los años sesenta llegó otra costumbre entre la juventud. Se trataba del guateque que ya hemos mencionado antes. Era sencillamente una reunión de chicos y chicas, en la casa de alguno de ellos o en algún pequeño local conseguido para este fin. En esa reunión había siempre música y algo de bebida. Con frecuencia se celebraban en ausencia de los padres del chico o chica que ponía la casa. Y en esas ocasiones solía caer una parte del arsenal de bebidas de esos padres, para preocupación del chico o chica correspondiente. Era más frecuente en ambiente de estudiantes, al menos en sus inicios. Surgieron en las principales capitales y se extendieron, como una moda, por todos los rincones del país. Había guateques en el largo curso escolar y los de verano. Eran distintos, obviamente.

Por si sirve de modelo, describo dos experiencias personales. En mi época de estudiante en Gijón fuimos invitados un grupo de compañeros de curso a un guateque a una casa de una amiga de uno de estos. Música de tocadiscos y discos de vinilo bailable, todo a media luz. Coca Cola, Fanta y algo de ginebra, que llevábamos los chicos, más bien escasa. Nos encontramos que había tres chicas para 12 chicos. Se pueden imaginar, aquello duró poco ya que estos, todos del mismo curso, estábamos a esas alturas de año hartos de hablar entre nosotros. Posiblemente, muchos otros guateques de la época estarían más animados.

En otra ocasión, ya en verano, nos invitaron a otro amigo y a mí a un guateque en un pueblecito precioso de la costa asturiana. Era una sala, con espléndidas vistas al mar, de un viejo palacio lleno de historia y raigambre a sus espaldas. Nos encontramos allí un amplio número de chicos y chicas veraneantes de la zona. Mucha música y poca bebida. Ambiente relajado, alegre y divertido, como suele suceder en estos eventos de verano, lejos de las preocupaciones del curso estudiantil. Bastantes parejitas y ligues estivales.

En los años sesenta había, en ciudades con universidad o escuelas técnicas, otro tipo de bailes. Por esos años existía el Sindicato Estudiantil Universitario (SEU). Originariamente nació de la Falange y tuvo un matiz muy politizado, siguiendo la línea y directrices de ésta. Pero con el paso de los años cincuenta fue perdiendo ese carácter en gran parte, para terminar siendo una simple organización de estudiantes que, bajo esas siglas, se parecía más a un club que a un movimiento sindical. Al menos esa fue mi vivencia personal en Gijón. Existía el SEU y tenía un local en una calle céntrica de la ciudad. En él había un bar, con sus correspondientes mesitas y un altillo con más mesas. Todo el local estaba ocupado por esta actividad, posiblemente en régimen de concesión a quien regentaba ese bar. Los estudiantes pagábamos una pequeña cuota y obteníamos el carnet del SEU que nos permitía acceder a ese establecimiento, convertido así en lugar de reunión sumamente frecuentado. Contaba con un televisor, cosa que no había todavía en nuestras casas y pensiones. Y se podía jugar a las cartas y al ajedrez. De este modo, disponía de los alicientes básicos para que nos viésemos allí amigos y compañeros con suma frecuencia. Pero, además, un día a la semana se organizaba allí un  baile. Los bailes del SEU los llamábamos. Y creo eran los jueves de 8 a 10. Ese día, acudían allí bastantes chicas y nos juntábamos estudiantes habituales de ese bar. El ambiente era relajado y divertido como es de suponer. Era la época dorada de la música de los sesenta que, desde aquel trajinado tocadiscos, llenaba nuestras horas, libres de clases y estudio.

Y para terminar este capítulo, citaré los bailes que solían organizar los estudiantes de todas las facultades y escuelas técnicas, por toda la geografía hispana, en salas de fiesta de todo tipo. En Gijón se organizaban a lo largo del curso en la más conocida sala de fiestas de la ciudad. Acudían multitud de estudiantes de todos los cursos y una cantidad muy inferior de chicas. Entre que los estudiantes de los primeros cursos no se comían una rosca, por un extraño desprecio hacia ellos por parte de las chicas asistentes, y que la desproporción era tan grande, la barra estaba siempre a rebosar. La mayor parte de los jóvenes, con su mejor chaqueta y corbata puesta, merodeaban la barra del establecimiento y no se separaban de ella, apurando lentamente su bebida, que era a lo máximo que alcanzaba a pagar su presupuesto.

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