CAPÍTULO 29
EL FÚTBOL Y NUESTROS ÍDOLOS EN OTROS DEPORTES
Para muchos de quienes
nacimos en los cuarenta, alcanzamos la infancia y juventud en los años
cincuenta y sesenta, el fútbol fue una pasión. Era inseparable de la vida de
cada uno. Nacimos y vivimos alrededor de una pelota o un balón. Lo misma daba
que ésta fuese de trapo o de goma maciza, pequeña y de propaganda de Gorila o de mil colores. Un balón, bien
escaso entre los chavales, era ya un
¡sueño!
Mis recuerdos más
lejanos, viviendo en la ciudad de Melilla y con siete años de edad, están
ligados al deporte de patear una y mil veces una pelota, tratando de conseguir
el ansiado gol y ganar cada partido. Se iniciaba la década de los cincuenta y
las penurias de la mayoría de las familias no permitían disponer de un balón y
pocas veces de una pelota mínimamente digna de ese nombre. Todos los días, al
regreso de los colegios y escuelas, los niños corríamos a la calle para jugar.
Casi siempre al fútbol. Cada calle tenía su equipo de chavales. La nuestra no
era una excepción. Con la merienda en la mano, de la que dábamos cuenta con
rapidez, nos juntábamos el grupo de niños. La mayoría de las veces jugábamos
con una pelota de trapo, hecha y rehecha mil veces. En ocasiones con alguna
pequeña pelota de goma que algún afortunado había conseguido como premio a sus
buenas notas. Cuando había pelota, alcanzábamos el cenit de nuestra alegría y
disfrute. Pero esto tenía sus inconvenientes, ya que era frecuente que fuese a
parar a alguna azotea de las casas de la calle, sin regreso posible. En esos casos,
la continuidad dependía de que se lograse que el dueño de la casa nos la
devolviese. Pero esto, en algunas ocasiones, no sucedía así. Además, en alguno
de aquellos partidos, un tiro de alguno de los niños, mal dirigido, acababa
impactando en el escaparate de una tienda que allí había, con la consiguiente
rotura del cristal y fuga masiva de todos los jugadores.
Pero la afición y la
pasión podían con todo. Organizábamos partidos contra los equipos de otras
calles. En ellos saltaban chispas en cada entrada. Yo solía jugar, entonces, de
portero y como la calle era de tierra – más bien arena y piedras – mis rodillas
acababan destrozadas y sangrantes tras cada uno de aquellos partidos. Podía,
además, pasar de todo en ellos. Con frecuencia, la intensa rivalidad que
manteníamos unas calles con otras, puesta constantemente de manifiesto en
batallas a espadazos de madera o pedradas, se volcaba en esos partidos. Baste
decir que en uno de ellos recibí un fuerte impacto de una piedra en la cabeza,
mientras jugaba de portero, que me hizo una brecha y produjo mi inmediato
abandono de aquel intenso encuentro.
Más tarde, cuando se
trasladó mi hogar familiar a Galicia, seguí jugando esos interminables
partidos, pero el suelo ya no era arenoso sino excelente prado de hierba. Se
jugaba siempre, pero en especial los sábados por la tarde y los domingos.
También, los días de vacaciones escolares o de fiestas. Pues bien, en
aquel campo, irregular en sus líneas y
también en su baqueteado césped, se pasaban las horas y los días. Aquellos
partidos tenían su parafernalia y su técnica.
Primero había que formar los equipos. Mientras los primeros chavales en llegar
peloteaban placenteramente, dos de ellos, con naturaleza y temperamento de
líder juvenil, hacían cabeza de cada equipo. Y como germen inicial, echaban a pies el reparto de los
jugadores. Esto era una ceremonia contemplada por los asistentes. El que ganaba
el sorteo decía “escojo a fulano”, el otro seguía “y yo a mengano”. Así se iba escogiendo en función de los gustos,
intereses y afinidades de los que elegían. Lo normal es que los menos amigos,
más tímidos o peores jugadores quedaran como restos de saldo para el final. Entonces comenzaba un partido, sin
árbitro, sin tiempos marcados y de 4 contra 5 o 7 contra 8. Iban llegando
nuevos chicos al lugar. Mientras miraban con envidia, el juego seguía. Algún
jugador, al percatarse de su presencia les invitaba tu tira para allá o vete con
nosotros. El recién llegado, sin pensárselo dos veces, se incorporaba sin
más aviso. Al cabo de un rato, podían
estar jugando 9 contra 14 o cualquier otra desequilibrada cifra de jugadores.
Imperaba el patadón
hacia delante y tente tieso. Los porteros arriesgaban su cabeza en salidas
suicidas en áreas inexistentes, tirándose a los pies del delantero. La mayoría
corría siempre detrás del balón dejando despoblado el resto del campo. En
medio, siempre había algun figura de
buen regate y hábil manejo de la pelota. Y mucho leñero.
Al no haber árbitro y
estar las reglas escritas en la costumbre,
las discusiones eran inevitables y continuas. Sobre todo, porque siempre había
algún camorrista, guerrillero permanente y piques, muchos piques. Los mayores
líos se organizaban acerca de si el tiro a puerta había sido gol o no. Sobre
todo en las porterías de piedras, dada la dificultad objetiva de saber si la
pelota había pasado por dentro, por encima o por fuera de las piedras. En
ocasiones la acalorada discusión se
saldaba con un fue poste. Otras veces
la pelea era inevitable. Y tras un amago de reyerta entre dos de los más
acalorados, casi siempre los mismos, el juego continuaba.
Los resultados podían
ser de baloncesto: treinta y dos contra uno o cosas por el estilo. Era
frecuente, también, la marcha y deserción de jugadores durante el encuentro.
Bien fuese por cansancio, o atraídos por la merienda que esperaba, por
aburrimiento o sencillamente por enfado. El caso es que parte de la gente se
iba marchando. Al cabo de hora y media o
dos horas y estando con un resultado de cuarenta a seis, estaban jugando dos
contra tres. Y seguían...
En cuanto al otro
fútbol, el de verdad, mucho se podría contar. También mis recuerdos más
antiguos arrancan de aquellos siete años en Melilla. De un lado, de oír hablar
a mi padre y a otros amigos de fútbol. La radio era la principal fuente de
información que tenían. Y luego estaban las quinielas y los resultados que cada
domingo prendían su atención. Así les oía hablar de Ricardo Zamora, de Quincoces,
del Madrid, del Barcelona, del Atlético de Aviación y sobre todo, del Atlético
de Bilbao.
Atletic de Bilbao, Campeón Copa 1955
Sevilla C.F, Subcampeón Copa 1955
Atletic de Bilbao, Campeón Copa 1955
Sevilla C.F, Subcampeón Copa 1955
Real Madrid CF y Barcelona FC, Semifinalistas Copa 1955
Pero quedó fuertemente gravada en mi memoria una tarde o noche en la
que la radio retransmitía un partido de España en los Mundiales de Brasil de
1950. Mi padre permanecía con el oído pegado al aparato y se mantuvo tenso e
ilusionado todo el partido. Yo, sentado a su lado, le acompañaba en silencio,
expectante. Fue el histórico partido del gol de Zarra. Guillermo Eizaguirre
era el seleccionador. En la fase clasificatoria, España ganó a EEUU, Chile e
Inglaterra. El triunfo ante Inglaterra y el paso adelante en los mundiales, a
la fase final fue algo apoteósico. Nunca antes se había logrado resultado
internacional alguno de relevancia. Una hazaña que ha quedado para la historia
del futbol hispano. En aquel equipo estaban, entre otros, Ramallets, Igoa, Zarra y Basora. Pero, después del triunfo ante los
ingleses, vino el desastre ante Brasil. Se había logrado empatar con Uruguay
que, luego acabaría siendo campeona en lo que se ha llamado el maracanazo. Pero Brasil, al amparo de su
público, nos ganó por 6 a 1. Pero la gesta ante Inglaterra quedó para siempre
en el recuerdo de todos los españoles.
Cuatro años más tarde,
en los Mundiales de 1954, llegó la profunda decepción ante Turquia. Tras acabar
el partido y la prórroga en empate, se procedió a lanzar una moneda al aire
para elegir al vencedor. Y salió en contra de España. Años más tarde, vivimos
otro episodio anecdótico que ha pasado a la historia del deporte hispano. Se
jugaba la Eurocopa de 1960 de Francia. Nos tocó emparejarnos con Rusia para
jugar. El Gobierno del General Franco
ordenó que la selección no acudiese a jugar ese encuentro. Y así fue, no se
presentó y nos quedamos fuera. Al Mundial de Chile en 1962 llevamos un equipo
plagado de figuras. Entre ellas estaban Luis
Suárez, Gento, Peiró, Collar, Del Sol, Puskas, Eulogio Martínez, Santamaría y
Adelardo. Pero se volvió a fracasar. Pero el gran triunfo del futbol
español, el que supuso el primer título relevante, llegó con la Eurocopa o Copa
de Europa de Naciones de 1964 cuya fase final se jugaba en España. Era el seleccionador
José Villalonga. En el equipo
figuraba Suárez, Gento, Fusté, Amancio,
Pereda e Iribar. Tras ganar a Hungría, en la fase final, nos enfrentamos a
Rusia. Éste era el partido esperado desde hacía tiempo. Franco acudió al
encuentro con su Gobierno. El partido, recordado por toda mi generación y visto
en la TVE, fue intenso y vibrante. Marcaba primero Amancio, empataban los rusos y finalmente, Marcelino con un impecable cabezazo que ha pasado a la historia de
nuestro balompié, marcaba el gol del triunfo. Aquello fue el delirio, el
ansiado sueño de nuestro futbol, el de ganar un título. En este caso aquella
Copa de Europa de Selecciones nacionales frente a Rusia. La política tiñó por
todas partes aquel partido y los españoles empezamos a sacar pecho.
Años más tarde, ya en
1968, cuando se jugaba la Eurocopa de Italia, pude ser testigo de lo que pudo
volver a ser épico y se quedó en un nuevo fiasco. Al alcanzar los cuartos de
final, tuvimos que jugar contra Inglaterra que era entonces potencia mundial en
el fútbol. En la eliminatoria a doble partido, se había perdido en Wembley por
1 a 0. Todos soñamos con la remontada en Madrid, unos días más tarde. Era el equipo
del laureado Bobby Charlton. Massiel acababa de ganar el Festival de
Eurovisión con la canción La la la. Acudí
al estadio Bernabeu dos horas antes del comienzo del partido. El campo estaba
ya prácticamente repleto de un enfervorizado público que cantaba esa canción de
Massiel incesantemente. Hacía mucho frío aquella noche y las botellas de coñac
abundaban. Empezó el encuentro con el campo a rebosar en aquella espléndida
noche, llena de sueños de victoria. Comenzó ganando España con gol de Amancio. Eran los últimos tiempos de
Gento, conocido como la Galerna del Cantábrico.
Pero un gol del inglés Peters
apagó nuestros ánimos y el estadio enmudeció. Inglaterra se creció y Hunter nos dio la puntilla. España
quedaba fuera y todos los espectadores volvimos a casa, aquella triste noche,
sin articular palabra.
Volviendo a la escena
nacional, la preponderancia, aquellos años, del Atletic de Bilbao en la liga
española hizo que todos le tuviésemos gran simpatía a este equipo. En nuestros
juegos de futbol con chapas, era uno de los fijos de todos los chavales. Pero
muchos éramos entonces seguidores del Barcelona. No había comenzado todavía la
era del Real Madrid y el Atlético de Madrid le eclipsaba bastante. Aquel
Barcelona de Ramallest, César, Segarra,
Seguí, Basora, Guillamón y sobre todo, Kubala
era parte de los sueños de muchos de nosotros. En nuestras colecciones de
cromos no podía faltar este equipo nunca.
Cuando, al cabo de
unos años, en el verano de 1953 llegué a vivir en el pequeño pueblo gallego, varias
veces citado y cuna natal de mi padre, me encontré con una inmensa sorpresa. Se
trataba de que todos los veranos se jugaba en el Estadio Municipal del pueblo
un trofeo entre equipos de la primera división. Se llamaba ese trofeo
veraniego, Emma Cuervo. Y eso ya era otro asunto. Fue a las pocas semanas de mi
llegada al pueblo cuando conocí a cierta distancia la segunda edición,
disputado por Real Oviedo y Celta de Vigo. Ganaron los asturianos por 2 goles a
1. El primer trofeo, el verano anterior, lo había ganado el Racing de Ferrol al
Caudal de Mieres, por el tanteo de 4
a 1.
Pero fue en el
siguiente verano, en agosto de 1954, cuando pude vivir uno de mis sueños
infantiles, similar al de miles y miles de niños españoles. ¡Ver al Atlético de
Bilbao en esos años cincuenta!. Contemplar varias veces a sus míticas figuras a
pocos metros. Hasta tener un autógrafo de alguno de ellos, como fue el caso de Zarra, Panizo, Orue, Maguregui y Carmelo.
Eran los primeros días de agosto del citado año. Iban a enfrentarse el Atletic
de Bilbao y el Celta de Vigo. El Atletic venía dirigido por un excelente
entrenador, Daucik. Hacía poco
tiempo que un ilustre veterano del fútbol español había colgado las botas. Nada
más y nada menos que Ricardo Zamora. La expectación en el pueblo era inusitada.
El día anterior no se hablaba de otra cosa. Para mí este acontecimiento era una
vivencia casi irreal. En aquellos años el Atletic era un equipo admirado y
querido en toda España. ¿Quién no había coleccionado los cromos de sus jugadores?
¿Qué niño español no había jugado a las chapas con las caras de los bilbaínos
incrustadas en ellas? No en balde muchos de ellos formaban parte del equipo
español que hacía poco tiempo había vivido la gesta de Maracaná, allá en el
Mundial de Brasil.
Zarra, Gainza, Panizo, Carmelo, Orue, Canito,Venancio ... ¡toda una leyenda! Un equipo ganador de mil torneos. El equipo de la furia española y de la garra. Y aunque el equipo preferido de los
chavales era entonces, mayoritariamente, el Barcelona, el Bilbao lo llevábamos
muy adentro. El Madrid no había despegado todavía de la mano de Bernabeu y Di Stéfano. Faltaba poco tiempo para
esto. El Atletic estaba ya en la recta final de su larga y gran etapa. Sus
jugadores estaban en sus últimas temporadas, sino la última para alguno de
ellos. Poco después los Mauri, Maguregui
y compañía suplian a los Zarra, Panizo o
Piru Gainza.
Pues bien, la noche
anterior todo el pueblo esperó la llegada de los equipos a sus hoteles. El
Atletic llegó en un autobús a la puerta del hotel. Los niños arremolinados
alrededor de ellos, cantábamos sus nombres al ver sus conocidos rostros. Los
aplausos sonaban. Se pedían sus autógrafos. Como anécdota, alguien había
colgado de unos alambres sobre la carretera, a la entrada del pueblo, un jamón
con una leyenda indicadora de que se lo llevaría de allí el equipo ganador.
Allí permaneció la jornada del partido. Al Celta se le fue a esperar a ese lugar, junto al jamón colgado,
evidentemente dirigido a los vigueses
que tenían un excelente equipo en aquellos momentos.
El día del partido,
tras la comida de fiesta en cada casa, una multitud se dirigió al Estadio
Municipal, desde todas las direcciones. Autobuses, algunos coches, motos y,
sobre todo, bicicletas se agolparon alrededor del campo. Cerca de mi casa,
debajo de unos inmensos eucaliptos, con un viejo balón en los pies, correteaba
yo imaginando lo que estarían haciendo en el campo los Zarra y compañía. Los gritos de ánimo a uno y otro equipo llegaban
hasta mí incesantes desde el estadio. Los goles los detectaba fácilmente por
los gritos y aplausos. Sin poder contener ya la emoción corrí al Estadio. El
partido estaba terminando y a través de la puerta abierta ya del campo, vi los
últimos minutos. Un sueño... Ganó el Celta de Vigo por 3 goles 1 y la alegría y fiesta de sus
seguidores fue inaudita.
Guardo una curiosa anécdota de una de aquellos
encuentros del final de los cincuenta. Jugaba el Celta en Ribadeo. Tenía
grandes jugadores. En la mañana del partido salieron a pasear por el centro del
pueblo. Me senté en un banco del Campo, frente a la Iglesia y al Palco de la
música para ver pasear a los jugadores. Al instante pasaron por delante,
elegantemente vestidos de traje, Villar
y Olmedo, dos de las figuras del Celta. Los reconocí de inmediato y con
sorpresa vi que se sentaban en mí mismo banco con un periódico en la mano. Poco
después se levantaron y espantado observé unas enormes rayas de pintura roja en
los pantalones y chaquetas de ambos jugadores. Se dieron cuenta enseguida y montaron en cólera. Yo salté del
banco y con terror me percaté de que mi chaqueta y pantalón estaban en la misma
situación. Había sucedido que el Ayuntamiento decidió, quizás la tarde
anterior, dar un repaso a la pintura roja de los bancos o de alguno de ellos y no
colocó el conocido y vulgar ¡ojo con la
pintura! O lo hizo y alguien lo había quitado. Imagino a Villar y Olmedo correr hacia su hotel
para tratar de solucionar el desastre, clamando contra el culpable de aquella
barbaridad.
Todo esto tuvo
siempre, en la gente de mi generación, un paralelo reflejo en otros deportes.
En mi caso, fueron muchos los que
atrajeron mi atención. Por recordar lo más relevante, empezaría por el
ciclismo. Este deporte y las actuaciones de los corredores españoles ya era
objeto de aquellas conversaciones de mi padre con sus amigos. Y pronto, esas
vivencias, pasaron a ser mías también. Bahamontes,
Jesús Loroño, Poblet, Guillermo Timoner, Charly Gaul, Louisson Bobet, Anquetil,
dieron paso a otros muchos que fueron ídolos de todos nosotros.
En tenis no puedo
dejar de recordar aquellos partidos interminables de la Copa Davis con Manolo Santana al frente, con Gisbert y Arilla de acompañantes.
Primero con la radio y después con la televisión por medio, vivimos las gestas
en la lucha con los tenistas de Australia - con Rod Laver a la cabeza – y Estados Unidos. Todos descubrimos este
deporte de la mano de Santana y compañía.
El baloncesto fue otro
centro de nuestra atención, en muchas tardes y noches de estudiantes. El Real Madrid, bien dirigido por Raimundo Saporta y entrenado por Pedro Ferrándiz, con jugadores como Emiliano, Sevillano, Lolo Sainz y Clyford
Luyk. Y más tarde, con Brabender, Corbalán, Rullán, Carmelo
Cabrera, Iturriaga, Fernando Martín y Romay. Eran otros equipos punteros en
la máxima categoría de la Liga de Baloncesto,
el Joventut de Badalona, Estudiantes, Barcelona y Aismalibar. Nos
hicieron disfrutar, en muchas ocasiones, con sus feroces partidos contra
equipos de la URSS, Yugoslavia e Italia.
El hockey sobre
patines, con aquella rivalidad interminable entre España y Portugal, también
llenaba bastantes horas en sus partidos por la Copa de Europa o el Mundial. En
atletismo, aunque muy minoritario como deporte y con escasos triunfos españoles
en las confrontaciones internacionales, seguimos las actuaciones de Luis Felipe Areta, gran campeón en
salto de longitud y triple salto, así como Amorós,
Garriga, Molins, Alfonso Vidal-Quadras, Ignacio Sola, Carlos Pérez, Sánchez
Paraiso, Rancaño, Bernardino Lombao, Rafael Cano e Ignacio Ariño. Y el
boxeo, muy ampliamente tratado en TV, nos dejó horas ante el televisor con los
combates de los grandes campeones José
Legrá, Fred Galiana y Pedro Carrasco y la éxotica curiosidad de Urtain.
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