CAPÍTULO 3
LAS HISTORIAS DE PAPÁ Y DEL ABUELO
Para este tema, previamente hay que exponer
varias cuestiones. Me refiero a algunas costumbres sociales y familiares
propias de la primera parte temporal que estamos recorriendo. Los niños de mi
generación, los nacidos en esa posguerra española, fuimos educados en escuchar
a los mayores. De una parte, las posibilidades en el tiempo de ocio de nuestros
hogares no eran muchas. Más bien eran muy escasas. De otro, las normas de
educación de esos años llevaban a que los niños callaban cuando los mayores
hablaban. Y resulta que los mayores hablaban mucho en nuestra presencia, ya que
conversaban frecuentemente con parientes y amigos. ¿Por qué? Se entiende más
fácilmente si pensamos que las visitas en las casas eran muy habituales.
Constituían una de las formas de relación familiar y social más extendidas. Y
de las más baratas.
Era muy normal, en especial los domingos, que unos
familiares fuesen a las casas de otros,
o que entre amigos se hiciese lo mismo. En esos encuentros, generalmente en las
tardes de los domingos, quienes iban a una casa traían a sus niños que, a su
vez, se juntaban con los de la casa que visitaban. Puedo dar fe de que esta
dinámica la viví infinidad de veces. Pero las casas eran pequeñas y no
demasiado bien dotadas. Por eso, si la climatología lo permitía, los niños
íbamos a la calle, jugando delante de la casa. Pero, bien a la hora de
merendar, bien porque la lluvia y el mal tiempo no favorecían estar fuera de ella, los chicos terminábamos por estar alrededor de la misma mesa que los
mayores o merodeando por allí. ¿Qué hacían entre tanto nuestros padres y sus
parientes o amigos? Aparte de consumir un sucedáneo de café o de chocolate con
unas galletas o a palo seco, hablar.
Las conversaciones se extendían durante esas horas de la tarde hasta el anochecer.
El tiempo parecía no existir y el reloj marcaba las horas parsimoniosamente.
Los niños, con frecuencia en esas ocasiones, suspirábamos porque se acabase
todo y pudiésemos regresar a nuestras casas. Pero aquellas conversaciones
seguían y seguían.
Debo confesar que, en mi caso, la facultad de
escuchar la tenía bastante desarrollada. Tanto como para entretenerme y hasta
divertirme oyendo las historias que en muchas de esas ocasiones oía. Me gustaba
atender, en especial cuando aquellas largas conversaciones, en las que alguien
solía llevar la voz cantante, saliéndose de los asuntos domésticos y del día a
día, entraban en el terreno de las aventuras y de los sucesos vividos por unos
u otros. Y ahí enlazamos con las historias de papá y del abuelito.
Nuestros padres tenían mucho que contar, ya
que sus vidas habían sido muy intensas y pródigas en acontecimientos
extraordinarios. Todos habían pasado una guerra y sus múltiples dramas y
peripecias. También habían transitado por las crudezas de los años treinta. Años
que habían triturado la convivencia entre los españoles, dividiéndolos y
poniendo las bases para el desastre del 36. También tenían en sus
recuerdos los años de infancia, con vivencias ya muy distantes a las nuestras. Y los
abuelos no se quedaban atrás. El que no había vivido el desastre de Cuba, había
conocido las andanzas de Abd del Krim o la de los últimos de Filipinas. Y otros
conocieron la emigración a Argentina, Uruguay o Cuba del final del XIX o los
albores del siglo XX. Por todo esto, el
bagaje de vivencias y experiencias que se podían escuchar, en aquellas tardes
de visita, podía llegar a ser fascinante para un chiquillo de la época.
Esto posibilitó que, aunque fuera de forma
obligada por los modos y costumbres de vida de esos años, la transmisión oral
de sucesos, acontecimientos, vivencias y sentimientos, continuase la rueda de
la vida, la que venía girando desde el principio de los tiempos. Así, el que
más y el que menos, supo y tuvo en esos años de niñez, noticia de sus
antepasados y de sus experiencias. Si esto se aderezaba, como fue mi caso, con
el buen humor, el gracejo en el narrar y el chiste fácil de algunos de los
participantes en aquellas reuniones y visitas, el éxito quedaba garantizado.
Pero, claro está, esto no se contradice con el deseo de la chavalada de
escaparse a la calle a jugar al fútbol o a la rayuela, por citar dos evasiones
clásicas de niños y niñas, tan pronto como era factible. O de ir a refugiarse a
la habitación del niño o niña de la casa, en la que guardaba sus juguetes o sus
cuentos, y pasar mejores ratos de infancia.
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