viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 3
LAS HISTORIAS  DE PAPÁ Y DEL ABUELO

Para este tema, previamente hay que exponer varias cuestiones. Me refiero a algunas costumbres sociales y familiares propias de la primera parte temporal que estamos recorriendo. Los niños de mi generación, los nacidos en esa posguerra española, fuimos educados en escuchar a los mayores. De una parte, las posibilidades en el tiempo de ocio de nuestros hogares no eran muchas. Más bien eran muy escasas. De otro, las normas de educación de esos años llevaban a que los niños callaban cuando los mayores hablaban. Y resulta que los mayores hablaban mucho en nuestra presencia, ya que conversaban frecuentemente con parientes y amigos. ¿Por qué? Se entiende más fácilmente si pensamos que las visitas en las casas eran muy habituales. Constituían una de las formas de relación familiar y social más extendidas. Y de las más baratas.
Era muy normal, en especial los domingos, que unos familiares fuesen a  las casas de otros, o que entre amigos se hiciese lo mismo. En esos encuentros, generalmente en las tardes de los domingos, quienes iban a una casa traían a sus niños que, a su vez, se juntaban con los de la casa que visitaban. Puedo dar fe de que esta dinámica la viví infinidad de veces. Pero las casas eran pequeñas y no demasiado bien dotadas. Por eso, si la climatología lo permitía, los niños íbamos a la calle, jugando delante de la casa. Pero, bien a la hora de merendar, bien porque la lluvia y el mal tiempo no favorecían estar fuera de ella, los chicos terminábamos por estar alrededor de la misma mesa que los mayores o merodeando por allí. ¿Qué hacían entre tanto nuestros padres y sus parientes o amigos? Aparte de consumir un sucedáneo de café o de chocolate con unas galletas o a palo seco, hablar. Las conversaciones se extendían durante esas horas de la tarde hasta el anochecer. El tiempo parecía no existir y el reloj marcaba las horas parsimoniosamente. Los niños, con frecuencia en esas ocasiones, suspirábamos porque se acabase todo y pudiésemos regresar a nuestras casas. Pero aquellas conversaciones seguían y seguían.

Debo confesar que, en mi caso, la facultad de escuchar la tenía bastante desarrollada. Tanto como para entretenerme y hasta divertirme oyendo las historias que en muchas de esas ocasiones oía. Me gustaba atender, en especial cuando aquellas largas conversaciones, en las que alguien solía llevar la voz cantante, saliéndose de los asuntos domésticos y del día a día, entraban en el terreno de las aventuras y de los sucesos vividos por unos u otros. Y ahí enlazamos con las historias de papá y del abuelito.

Nuestros padres tenían mucho que contar, ya que sus vidas habían sido muy intensas y pródigas en acontecimientos extraordinarios. Todos habían pasado una guerra y sus múltiples dramas y peripecias. También habían transitado por las crudezas de los años treinta. Años que habían triturado la convivencia entre los españoles, dividiéndolos y poniendo las bases para el desastre del 36. También tenían en sus recuerdos los años de infancia, con vivencias ya muy distantes a las nuestras. Y los abuelos no se quedaban atrás. El que no había vivido el desastre de Cuba, había conocido las andanzas de Abd del Krim o la de los últimos de Filipinas. Y otros conocieron la emigración a Argentina, Uruguay o Cuba del final del XIX o los albores del siglo XX.  Por todo esto, el bagaje de vivencias y experiencias que se podían escuchar, en aquellas tardes de visita, podía llegar a ser fascinante para un chiquillo de la época.

Esto posibilitó que, aunque fuera de forma obligada por los modos y costumbres de vida de esos años, la transmisión oral de sucesos, acontecimientos, vivencias y sentimientos, continuase la rueda de la vida, la que venía girando desde el principio de los tiempos. Así, el que más y el que menos, supo y tuvo en esos años de niñez, noticia de sus antepasados y de sus experiencias. Si esto se aderezaba, como fue mi caso, con el buen humor, el gracejo en el narrar y el chiste fácil de algunos de los participantes en aquellas reuniones y visitas, el éxito quedaba garantizado. Pero, claro está, esto no se contradice con el deseo de la chavalada de escaparse a la calle a jugar al fútbol o a la rayuela, por citar dos evasiones clásicas de niños y niñas, tan pronto como era factible. O de ir a refugiarse a la habitación del niño o niña de la casa, en la que guardaba sus juguetes o sus cuentos, y pasar mejores ratos de infancia.

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