CAPÍTULO 32
LAS TERTULIAS AL ANOCHECER EN LA PUERTA
DE LAS CASAS
La mitad de España, al menos, suele ser
calurosa a lo largo de los meses estivales e incluso en algunos de los
colindantes. Y esto provocaba en las décadas que estamos considerando, tanto en
las ciudades como en los pueblos, bastante vida al aire libre. Las casas
estaban muy poco acondicionadas, tanto para enfrentarse con el calor como con
el frío. Y esto propiciaba que, en las
épocas calurosas, al atardecer, una vez que el sol se había retirado, fuese muy
frecuente salir a las puertas de las casas durante un tiempo, hasta que el
sueño hiciese mella y la gente volviese a sus casas para dormir.
En los pueblos esto era más frecuente que en
las ciudades. Y en los del sur de España más que en el resto. Pero en ciudades
como Madrid, Zaragoza o Valladolid, por ejemplo, podía verse este mismo
espectáculo en las noches calurosas de verano. Lo viví especialmente en mi
infancia en Valencia, Alicante y Melilla, pero era similar por todas partes en
la España seca y cálida.
En esos días, que eran prácticamente mayoría
en los meses estivales, la gente sacaba sillas de mimbre o madera y mecedoras a
la puerta de sus casas o se acercaban a las de algún vecino. Los niños nos
sentábamos en el suelo o en el borde la acera. Y se formaba un corro en el que
la voz cantante solía ser la de los progenitores, quedando abuelos y niños en
segundo plano. La tertulia, allí a la fresca, se iniciaba y rondaba cualquier
tema. Se hablaba y se hablaba. En ocasiones, un botijo de agua o una bota de
vino acompañaban ese tiempo hasta bien entrada la noche. A los niños nos podía corresponder,
en el mejor de los casos, un trago de gaseosa. Apenas había brisa y cuando ésta
se hacía notar, un alivio y bienestar nos inundaba. Pero pronto venía el calor
y la sensación de bochorno. Los niños solíamos escuchar en silencio las
historias que se contaban sin cesar. Y éramos los que vencidos pronto por el
sueño, debíamos retirarnos a la cama. Dentro, con el contraste con el exterior
y pese a dormir con ventanas abiertas, el calor seguía inundándolo todo,
campando a sus anchas. También los malditos mosquitos que se colaban por
doquier, sino se tenía suficiente cuidado o no se tenían mallas en las
ventanas.
Allí, sentados, buscando algo más de fresco,
próximos los grupos de vecinos de unas casas a otras, parecía no transcurrir el
tiempo, cual si se parasen los relojes. Para la gente menuda solían ser
momentos gratos de tertulia familiar, con chistes y bromas incluidas. Los
mayores posiblemente no lo verían de ese modo, salvo el disfrutar de ese aire
menos cálido que el que les esperaba en sus casa al regresar a éstas.
En Madrid viví algo así, en menor escala, con
los porteros y sus familias a las puertas de los edificios en las noches de
verano. Más tarde, avanzando ya los sesenta, los primeros ventiladores
empezaron a aliviar la situación y, juntamente con la televisión, acabaron con
esta costumbre tan española. Por otra parte, los cambios sociales comenzaron a
llevar a muchos hacia las terrazas – muy abundantes – de cafés y cafeterías en esas
noches calurosas de verano, sustituyendo las antiguas tertulias callejeras por
otras más cómodas y con consumición por medio, bajo los toldos de los
establecimientos, a la luz de la luna y las estrellas.
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