jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 32
LAS TERTULIAS AL ANOCHECER EN LA PUERTA DE LAS CASAS

La mitad de España, al menos, suele ser calurosa a lo largo de los meses estivales e incluso en algunos de los colindantes. Y esto provocaba en las décadas que estamos considerando, tanto en las ciudades como en los pueblos, bastante vida al aire libre. Las casas estaban muy poco acondicionadas, tanto para enfrentarse con el calor como con el frío. Y esto propiciaba  que, en las épocas calurosas, al atardecer, una vez que el sol se había retirado, fuese muy frecuente salir a las puertas de las casas durante un tiempo, hasta que el sueño hiciese mella y la gente volviese a sus casas para dormir.

En los pueblos esto era más frecuente que en las ciudades. Y en los del sur de España más que en el resto. Pero en ciudades como Madrid, Zaragoza o Valladolid, por ejemplo, podía verse este mismo espectáculo en las noches calurosas de verano. Lo viví especialmente en mi infancia en Valencia, Alicante y Melilla, pero era similar por todas partes en la España seca y cálida.

En esos días, que eran prácticamente mayoría en los meses estivales, la gente sacaba sillas de mimbre o madera y mecedoras a la puerta de sus casas o se acercaban a las de algún vecino. Los niños nos sentábamos en el suelo o en el borde la acera. Y se formaba un corro en el que la voz cantante solía ser la de los progenitores, quedando abuelos y niños en segundo plano. La tertulia, allí a la fresca, se iniciaba y rondaba cualquier tema. Se hablaba y se hablaba. En ocasiones, un botijo de agua o una bota de vino acompañaban ese tiempo hasta bien entrada la noche. A los niños nos podía corresponder, en el mejor de los casos, un trago de gaseosa. Apenas había brisa y cuando ésta se hacía notar, un alivio y bienestar nos inundaba. Pero pronto venía el calor y la sensación de bochorno. Los niños solíamos escuchar en silencio las historias que se contaban sin cesar. Y éramos los que vencidos pronto por el sueño, debíamos retirarnos a la cama. Dentro, con el contraste con el exterior y pese a dormir con ventanas abiertas, el calor seguía inundándolo todo, campando a sus anchas. También los malditos mosquitos que se colaban por doquier, sino se tenía suficiente cuidado o no se tenían mallas en las ventanas.

Allí, sentados, buscando algo más de fresco, próximos los grupos de vecinos de unas casas a otras, parecía no transcurrir el tiempo, cual si se parasen los relojes. Para la gente menuda solían ser momentos gratos de tertulia familiar, con chistes y bromas incluidas. Los mayores posiblemente no lo verían de ese modo, salvo el disfrutar de ese aire menos cálido que el que les esperaba en sus casa al regresar a éstas.


En Madrid viví algo así, en menor escala, con los porteros y sus familias a las puertas de los edificios en las noches de verano. Más tarde, avanzando ya los sesenta, los primeros ventiladores empezaron a aliviar la situación y, juntamente con la televisión, acabaron con esta costumbre tan española. Por otra parte, los cambios sociales comenzaron a llevar a muchos hacia las terrazas – muy abundantes – de cafés y cafeterías en esas noches calurosas de verano, sustituyendo las antiguas tertulias callejeras por otras más cómodas y con consumición por medio, bajo los toldos de los establecimientos, a la luz de la luna y las estrellas.

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