CAPÍTULO 35
LA BOTELLA DE AGUA O DE ARENA PARA
CALENTAR LA CAMA
Ya hemos citado en otro lugar que las casas no
estaban demasiado preparadas para luchar contra el frío en la España de
entonces. Por este motivo, los inviernos se hacían notar mucho más que en la
actualidad, en especial en las zonas del Norte y Centro de la Península. Si a
esto se unen períodos de varios años con duros inviernos, llegaremos con
facilidad a la conclusión que éste era uno de los problemas básicos para mucha
gente. Pese a que, por otra parte, esto forzaba a endurecerse más y soportar
mejor lluvias abundantes y temperaturas bajas, era algo con lo que había que
convivir.
Posiblemente, en muchos hogares españoles de
esos años, uno de los momentos más duros era el de acostarse en camas
prácticamente heladas. Y en las provincias costeras del Norte, además de esto,
húmedas. Puedo asegurar, porque así lo viví, incluso muy húmedas. Las sábanas
atrapaban parte de la humedad ambiental y la ausencia de elementos de
calefacción en las casas, añadían el frío ambiental en la habitación. Frente a
esto, se arbitraban diversas soluciones, más o menos prácticas y eficaces.
Una de ellas era el disponer de una o varias
botellas de vidrio rellenas de agua, previamente calentada. Estas botellas se
metían en la cama, entre las sábanas, y la calentaban lo suficiente como para
sentir un cierto bienestar. Si se envolvía la botella en una toalla o un trapo
y se dejaba a los pies, ese bienestar aumentaba considerablemente. El principal
problema era que se enfriaba con cierta rapidez. Además, había que tener
cuidado que no se abriese y se destapase, vertiendo el líquido por la cama.
Una variante a esto era el rellenar la botella
con arena de la playa o similar. Tardaba más en calentarse, pero una vez en ella,
sus efectos duraban mucho más y su calor era más agradable. En ocasiones se
usaba, y esto era lo que se hacía en mi casa, una cantimplora en lugar de la
botella de vidrio. Se rellenaba de arena y se metía en la cama. Aparte de
eliminar el riesgo de rotura o apertura de la botella, el calor duraba toda la
noche. Con frecuencia, por la mañana, todavía estaba algo caliente. En casa,
esta única cantimplora iba pasando por todas las camas cada noche.
A veces, esto solía pasarnos en las pensiones
de estudiante en las que no había nada capaz de calentar aquellas gélidas
camas. El único recurso era acostarse con unos calcetines, para quitarlos más
avanzada la noche. Y mejor de lana que de otro tejido. Ya he contado en otro lugar de este libro,
que en una de mis pensiones llegué a introducir durante un rato, en la cama, el
flexo de la luz. Hacía una especie de pequeña tienda de campaña, con una larga
regla haciendo de palo central y cuidando que el flexo no corriese el peligro
de caer sobre la sábana y quemarla. Se lograba, al menos, eliminar parte de la
humedad de aquellas heladas sábanas de mi pensión gijonesa.
Todo esto, claro está, desapareció al
introducir en las casas las primeras estufas eléctricas primero y de butano más
tarde. Los españoles, por fin, dejamos de pasar frío en las casas y en la cama.
Pero esto ya sucedió, poco a poco, a partir de mediados de los cincuenta.
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