CAPÍTULO 39
LOS PATIOS DE VECINDAD
Durante mis años de residencia en pensiones
pude conocer y vivir en su más pura esencia algo muy español: los patios de
vecindad. Me refiero, como fácilmente vislumbrarán, a esos patios interiores,
de más o menos dimensionamiento, que existen en infinidad de edificaciones.
Pero posiblemente sean los de Madrid los que representan mejor ese concepto de
patio de vecindad o de vecinos. Al menos, en mis vivencias personales guardadas
entre mis abundantes recuerdos.
Y es que, junto al elemento físico de un
espacio interior, al que dan las ventanas de numerosas viviendas escalonadas en
pisos, está el elemento humano. Si me retrotraigo a esos años de vida en
pensiones que daban a patios de vecinos, son las personas de todo tipo,
moradores en esas viviendas, las que daban la nota característica y
costumbrista de la época. Me sitúo en los años cincuenta y sesenta, en el
Madrid bullicioso y ruidoso de entonces. La radio primero y la televisión
después fueron otros elementos a tener
en cuenta en las escenas que narramos.
Desde mi ventana podía ver y, sobre todo,
escuchar toda esa barahúnda de vida que saltaba desde las viviendas hacia esos
patios. Podría decirse que toda la vida de esos hogares de proyectaba hacia ellos
y pasaba a ser conocida, vista y seguida por todos los vecinos. Las
interioridades, con frecuencia, eran del dominio público. Y, además, gracias a
las conversaciones a voces, cruzadas de ventana a ventana, se multiplicaban sus
efectos en aquellos ambientes. Todo se sabía y todo se susurraba en las
escaleras o en los portales. Así el sabes
lo que le pasó a fulanito, ayer la hubo buena en casa de menganito o caramba
con la jovencita del sexto. Y a todo esto hay que añadir la gracia castiza
y el salero del madrileño y madrileña de esos años, surgiendo a borbotones, en
las conversaciones de ventana a ventana.
Si a cualquier hora del día, las ventanas
abiertas dejaban oír las voces de cada casa, eran las largas noches del verano
madrileño las que desvelaban más interioridades ajenas. Entre junio y setiembre
las ventanas de las casas proyectaban a los patios, aparte de sus luces, un
rumor de voces frecuentemente bien inteligibles. El punto culminante lo
marcaban las broncas, las discusiones a gritos entre marido y mujer o de padres
e hijos. A veces, el griterío daba paso a una expectación ante un plato tirado
por la ventana o unos cristales rotos por algún golpe. A veces era otra la
historia del día. El marido llegaba borracho a su casa y tras balbucear un
sinfín de estupideces y barbaridades, era asaetado por el verbo irritado de su
mujer. No eran menos impactantes en la vecindad, siempre curiosa ante el jaleo
en casa ajena, los líos de faldas y los amores. Unas veces el marido era
acusado de andar tras la vecina. Otras a los padres no le gustaba el chico que
pretendía ser novio de la hija. Estos casos originaban mayor griterío, llantos
y portazos. También amenazas y órdenes tajantes del cabeza de familia.
Y un apartado especial merece la radio y la
televisión al tratar de los patios de vecindad. Por razones que no acierto a
comprender, salvo por padecer sordera los miembros de muchas de aquellas
viviendas, radios y televisiones llenaban con potentes voces y músicas los
patios. Y esto hasta horas ya avanzadas. Posiblemente, en el caso de la
televisión a lo largo de los sesenta, hubo bastante de exhibicionismo ante el vecindario. Las familias iban
llegando a la televisión en sus casas, una a una, a lo largo de esa década.
Esto fue un importante logro social para cada familia hispana. Llegar a tener
un televisor en blanco y negro, que era lo que se llevaba entonces, y poder
disfrutar de todo aquel mundo nuevo que ofrecía, era un hito relevante. De ahí
que no solamente toda la familia se aposentaba horas y horas ante aquella
misteriosa, pero emocionante, televisión, sino que había que hacer saber a los
vecinos que ya la tenían en casa. Ya se había entrado en el club de los
afortunados televidentes. De ahí que muchas ventanas dejasen escapar las voces
procedentes de esos aparatos, sin importar demasiado que los demás escuchasen.
Así sabían que ellos ya tenían la tele y una antena más en el tejado de la
casa.
Por todo esto, cuando me retiraba a dormir en
mi cuarto de una pensión de la calle Libertad, en Madrid, con la ventana
abierta, para intentar combatir el fuerte calor del verano, todo aquel mundillo
colectivo se me venía encima. Gritos, conversaciones, llanto de niños, música
de radios y, sobre todo, voces de películas, de concursos televisivos, de
musicales, de obras de teatro. Todo esto y mucho más me asaltaba, mientras
muchas luces domésticas inundaban todavía el amplio patio de vecinos. Imposible
dormir. Entre el calor y el bochorno, entre todo aquel inmenso jaleo, no había
descanso posible hasta que el sueño venciese mis fuerzas. O hasta que la
televisión acabase sus emisiones a la medianoche y los vecinos fuesen cayendo
en el sopor del sueño.
Con todo, el costumbrismo que emanaba de
aquellos patios de vecinos, con olor a guisos y tortilla de patatas, de
pescados fritos, con miles de conversaciones entrecortadas y mezcladas en la
coctelera de la vida de aquellos momentos, tenía algo de valor. La vida misma
de una comunidad de personas. Con el recuerdo de sus incomodidades, está
también el de la alegría de la vida.
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