CAPÍTULO 40
LA SIESTA
Es de sobra conocido el asombro que muchos
extranjeros demuestran ante la siesta hispana. Y es lógico puesto que es algo
muy nuestro, de los españoles. Aunque ya en retirada desde hace bastantes años.
Pero entre los cuarenta y los sesenta, la siesta estaba en todo su apogeo. Con
diferencias norte - sur, tierras cálidas o frías, pueblos – ciudades. Pero la
siesta existía, se hacía como decían algunos, era algo connatural en muchos lugares
y casi obligatorio en otros.
Fue en mis años en tierras levantinas y de
Melilla, cuando conviví más con la siesta. Se vivía a mi alrededor después de
las comidas, por todas partes. Nuestros padres y abuelos, cuando no tenían que
trabajar, dormían la siesta en las horas duras de la canícula del mediodía. Los
niños, bajo la orden de no hacer ruido para dejar dormir, jugábamos reprimiendo
lo que podíamos nuestros vigores infantiles. Eran siestas de cama y poca ropa.
Los hombres en camiseta y calzoncillos que era su atuendo nocturno. En todo
caso, en el verano, esas siestas y calma chicha en cada casa duraban hasta que
el sol iba cayendo y ya se podía salir a la calle. Entonces, tras lavarse la
cara y peinarse, la gente salía a pasear o a sentarse a la fresca en la puerta
de las casas. Eran tiempos, al llegar la noche y bajo la luna de julio o
agosto, de ir al cine a la plaza de toros o al de verano.
En los pueblos de los campos manchegos,
andaluces y extremeños la siesta en los meses más soleados era obligada. No se
podía salir a trabajar la tierra, recién comido y bajo aquella achicharrante
solanera. La siesta no solamente se vivía en casa, hasta los tertulianos de los
bares, tras la partida de cartas o dominó, se echaban una siesta a la sombra,
en un rincón del bar o en una silla bajo algún sombrajo exterior. Cuando pasaba
en los autobuses de línea Madrid- Alicante
por los pueblos manchegos, a esas primeras horas de la tarde, las calles
desiertas y las largas persianas bajadas y tendidas sobre los balcones,
indicaban que era la hora de la siesta de sus habitantes. Tan sólo algún perro
o gato solitario vagabundeaba por las
calles a su libre antojo.
Y luego estaba la siesta en la mecedora. Esto
ya era para privilegiados. En todas las poblaciones de Madrid para abajo, había
alguna mecedora en cada casa. Y con frecuencia varias. Solamente quien no haya
dormitado, a esas horas del calor, en una mecedora ignorará uno de los placeres
de la vida. Los modernos sofás y butacas con orejeras se quedan a años luz de
la delicia de dormitar en una mecedora. Más aún si se tiene la habilidad y la
técnica necesaria para mecerse o balancearse rítmicamente, mientras los ojos
cerrados llevan a la mente a los mundos lejanos de la nada. La sabiduría humana
de las gentes de esas poblaciones puede que fuera por delante, en estos temas
de la siesta, de las actuales generaciones.
La siesta en Madrid, que también existía en
los hogares en que los moradores podían disfrutarla, era distinta. Añadía algo
más en muchos casos. Me refiero al exhibicionismo de dormir la siesta a plena
calle, en los portales o en las puertas de las casas. Una estampa clásica puede
ser la de muchos porteros de las casas, con su mecedora cara a la entrada del
edificio. O la de tantos jubilados o amas de casa, dormitando en sus sillas en
esos mismos lugares. Y todo con desparpajo y sin vergüenzas. Es la hora de la siesta y esta frase
justificaba todo.
En la España húmeda la siesta ya no era tan
mayoritaria, pero se vivía. Sobre todo en los meses de verano. Pero la cultura
de la siesta y todo lo que la rodea era más propia del Sur, del Este y del
Oeste. De ahí la sorpresa de los turistas al percatarse de este fenómeno tan
nuestro y tan incomprensible para su cultura. Dudaban entonces de nuestra
capacidad y ganas de trabajar al ver aquello. Pero, muchos de ellos terminaban
por copiarnos y saborear ese rato de descanso, tras las comidas, para volver a
la vida más tarde, una vez pasada la solanera.
Como tantas otras cosas, los nuevos hábitos de
vida, en gran parte importados de otros países europeos, a lo largo de la
segunda mitad de los sesenta y a lo largo de los setenta, acabaron con la
siesta en el modelo hispano. Ha quedado, como residuo, la cabezada, cerrar los
ojos sentado en cualquier sitio. Quedarse traspuesto brevemente y, con
frecuencia, con la televisión encendida. Y enseguida, acudir a la llamada del
deber. Nada que ver con aquellas siestas de antaño.
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