jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 40
LA SIESTA

Es de sobra conocido el asombro que muchos extranjeros demuestran ante la siesta hispana. Y es lógico puesto que es algo muy nuestro, de los españoles. Aunque ya en retirada desde hace bastantes años. Pero entre los cuarenta y los sesenta, la siesta estaba en todo su apogeo. Con diferencias norte - sur, tierras cálidas o frías, pueblos – ciudades. Pero la siesta  existía, se hacía como decían algunos, era algo connatural en muchos lugares y casi obligatorio en otros.

Fue en mis años en tierras levantinas y de Melilla, cuando conviví más con la siesta. Se vivía a mi alrededor después de las comidas, por todas partes. Nuestros padres y abuelos, cuando no tenían que trabajar, dormían la siesta en las horas duras de la canícula del mediodía. Los niños, bajo la orden de no hacer ruido para dejar dormir, jugábamos reprimiendo lo que podíamos nuestros vigores infantiles. Eran siestas de cama y poca ropa. Los hombres en camiseta y calzoncillos que era su atuendo nocturno. En todo caso, en el verano, esas siestas y calma chicha en cada casa duraban hasta que el sol iba cayendo y ya se podía salir a la calle. Entonces, tras lavarse la cara y peinarse, la gente salía a pasear o a sentarse a la fresca en la puerta de las casas. Eran tiempos, al llegar la noche y bajo la luna de julio o agosto, de ir al cine a la plaza de toros o al de verano.

En los pueblos de los campos manchegos, andaluces y extremeños la siesta en los meses más soleados era obligada. No se podía salir a trabajar la tierra, recién comido y bajo aquella achicharrante solanera. La siesta no solamente se vivía en casa, hasta los tertulianos de los bares, tras la partida de cartas o dominó, se echaban una siesta a la sombra, en un rincón del bar o en una silla bajo algún sombrajo exterior. Cuando pasaba en los  autobuses de línea Madrid- Alicante por los pueblos manchegos, a esas primeras horas de la tarde, las calles desiertas y las largas persianas bajadas y tendidas sobre los balcones, indicaban que era la hora de la siesta de sus habitantes. Tan sólo algún perro o gato solitario vagabundeaba  por las calles a su libre antojo.

Y luego estaba la siesta en la mecedora. Esto ya era para privilegiados. En todas las poblaciones de Madrid para abajo, había alguna mecedora en cada casa. Y con frecuencia varias. Solamente quien no haya dormitado, a esas horas del calor, en una mecedora ignorará uno de los placeres de la vida. Los modernos sofás y butacas con orejeras se quedan a años luz de la delicia de dormitar en una mecedora. Más aún si se tiene la habilidad y la técnica necesaria para mecerse o balancearse rítmicamente, mientras los ojos cerrados llevan a la mente a los mundos lejanos de la nada. La sabiduría humana de las gentes de esas poblaciones puede que fuera por delante, en estos temas de la siesta, de las actuales generaciones.

La siesta en Madrid, que también existía en los hogares en que los moradores podían disfrutarla, era distinta. Añadía algo más en muchos casos. Me refiero al exhibicionismo de dormir la siesta a plena calle, en los portales o en las puertas de las casas. Una estampa clásica puede ser la de muchos porteros de las casas, con su mecedora cara a la entrada del edificio. O la de tantos jubilados o amas de casa, dormitando en sus sillas en esos mismos lugares. Y todo con desparpajo y sin vergüenzas. Es la hora de la siesta y esta frase justificaba todo.

En la España húmeda la siesta ya no era tan mayoritaria, pero se vivía. Sobre todo en los meses de verano. Pero la cultura de la siesta y todo lo que la rodea era más propia del Sur, del Este y del Oeste. De ahí la sorpresa de los turistas al percatarse de este fenómeno tan nuestro y tan incomprensible para su cultura. Dudaban entonces de nuestra capacidad y ganas de trabajar al ver aquello. Pero, muchos de ellos terminaban por copiarnos y saborear ese rato de descanso, tras las comidas, para volver a la vida más tarde, una vez pasada la solanera.


Como tantas otras cosas, los nuevos hábitos de vida, en gran parte importados de otros países europeos, a lo largo de la segunda mitad de los sesenta y a lo largo de los setenta, acabaron con la siesta en el modelo hispano. Ha quedado, como residuo, la cabezada, cerrar los ojos sentado en cualquier sitio. Quedarse traspuesto brevemente y, con frecuencia, con la televisión encendida. Y enseguida, acudir a la llamada del deber. Nada que ver con aquellas siestas de antaño.

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