jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 44
LA ESCOPETA DE BALINES

Muchos niños de mi generación tuvimos una escopeta de balines. Fuese en Reyes o en alguna otra ocasión, los padres las compraban a sus hijos. Posiblemente, esto atraía más al progenitor, que de ese modo tenía un ansiado elemento de  diversión, que al propio hijo. Había un sucedáneo que era la escopeta que disparaba un corcho atado al cañón de ésta. Pero no me refiero ahora a ese ingenuo juguete, que duraba tan sólo el tiempo necesario para que el chaval se aburriese de darle al gatillo y ver salir un corcho que no iba a ninguna parte.

Se trataba de una escopeta de aire comprimido que disparaba de verdad. Lo hacía con aquellos pequeños balines de plomo o aquellos otros más sofisticados, con forma de diábolo alargado,  con más material y peso. No deja de tratarse de un arma a pequeña escala. Pero era un sueño para muchos niños de mi generación. A partir de ese momento había muchas posibilidades y todo podía suceder. Lo más simple y nada peligroso, salvo excepciones de imprudencia, era el disparar a unas dianas colocadas a unos metros de distancia. Se iba aprendiendo a apuntar y a afinar la puntería. Pero esto solía aburrir pronto a los chicos que buscaban mayores emociones. Se podía pasar a imitar a los pistoleros de los western, disparando a latas de conservas vacías situadas en muros y vallas. O a tirarlas al aire para tratar de acertar en su bajada. Y ya lo más impactante era la ocurrencia, a la que casi siempre se llegaba, de dispararle con la escopeta a una moneda colocada a cierta distancia.

Todo esto posibilitaba momentos de emoción o de competición con algún amigo. Pero, le faltaba realismo para muchos niños que salían a calles y caminos en busca de mejores perspectivas. Y fuese llevados por sus padres, que se divertían lo suyo, fuese por afán de aventuras, muchas veces se iba a cazar pájaros. Se trataba de pájaros y no liebres o animales de caza mayor porque los balines no daban para más. De hecho a una cierta distancia, los pájaros grandes no se enteraban. Es el caso de los cuervos o las urracas, por ejemplo. Y mucho menos los gatos que, en ocasiones, eran el objeto de aquella travesura. Aunque a veces ese gato era el que solía llevarse el pescado de la madre, que tenía la ventana de su cocina abierta o el que había matado al canario que estaba en su jaula canturreando apaciblemente.

Esas pequeñas cacerías, totalmente condenables desde el punto de vista ecologista y de conservación de la naturaleza y sus especies, solía llevar a buscar pájaros en lo alto de los árboles o posados y ocultos entra las hojas de aquellos. Quienes tenían buena puntería derribaban algunos de esas posiciones arboladas. La mayoría de los disparos se perdían atravesando hojas o perdiéndose entre los recodos del árbol o arbusto. En ocasiones fui testigo de verdaderas cacerías,  organizadas por los padres, para obtener un gran número de pajaritos destinados a condimentar una paella campestre y colectiva.

Pero en este terreno de los pájaros esto podía hacerse de otros modos. Conocí, en tierras de Melilla, la caza de pájaros con red. Montaban una red bien colocada en el suelo y ponían algún pájaro enjaulado de reclamo. La bandada no tardaba en merodear  por allí hasta caer en la trampa de aquella red.  El destino era el antes citado: la paella.

Mi padre, buen aficionado a los pájaros y a sus trinos y gorgoritos, usaba otros sistemas para cogerlos y llevarlos a una jaula. Era algo bastante popular en el Levante español. Se trataba de cogerlos con liga. Era ésta una especie de pegamento, muy fuerte y eficaz, con el que se impregnaban unos tallos pequeños de determinadas plantas muy abundantes en el terreno. Estas plantas se convertían en una trampa para aquellos pájaros que se posasen en sus tallos. Se colocaba una o dos jaulas, con canarios o jilgueros que hacían de reclamo, junto a esa planta y a esperar. Había que esconderse a cierta distancia para no espantar a los pájaros. Pronto pasaba en alto vuelo un grupo o bandada de esas especies que, al oír el canto de sus iguales de especie animal, bajaban a posarse en sus proximidades, saltando de rama en rama, respondiendo a los cantos de los enjaulados. Y siempre había alguno que se posaba en alguna de las ramitas untadas con aquella cola – la liga – quedando allí inevitablemente prendido. No había escapatoria. Mientras el resto de la bandada huía, ascendiendo de nuevo a las alturas, mi padre y sus amigos cogían cuidadosamente a aquel pájaro y lo llevaban a una jaula. Pronto pasaría a animar, con sus cantos y gorjeos, la vida de la casa.


Afortunadamente, el paso de los años fue dejando atrás esta cultura tan poco acorde con la ecología y el cuidado y mantenimiento de la vida de las distintas especies en la Naturaleza. Las escopetas de balines dejaron de ser objeto de deseo y las cacerías de pájaros pasaron a otra vida. Los niños de los setenta en adelante pusieron su atención en otras cosas y los padres con ansía de disparar a algo, se dedicaron a la verdadera caza de liebres, conejos y demás o a los concursos de tiro al plato.

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