CAPÍTULO 44
LA ESCOPETA DE BALINES
Muchos niños de mi generación tuvimos una
escopeta de balines. Fuese en Reyes o en alguna otra ocasión, los padres las
compraban a sus hijos. Posiblemente, esto atraía más al progenitor, que de ese
modo tenía un ansiado elemento de
diversión, que al propio hijo. Había un sucedáneo que era la escopeta
que disparaba un corcho atado al cañón de ésta. Pero no me refiero ahora a ese
ingenuo juguete, que duraba tan sólo el tiempo necesario para que el chaval se
aburriese de darle al gatillo y ver salir un corcho que no iba a ninguna parte.
Se trataba de una escopeta de aire comprimido
que disparaba de verdad. Lo hacía con aquellos pequeños balines de plomo o
aquellos otros más sofisticados, con forma de diábolo alargado, con más material y peso. No deja de tratarse
de un arma a pequeña escala. Pero era un sueño para muchos niños de mi
generación. A partir de ese momento había muchas posibilidades y todo podía
suceder. Lo más simple y nada peligroso, salvo excepciones de imprudencia, era
el disparar a unas dianas colocadas a unos metros de distancia. Se iba
aprendiendo a apuntar y a afinar la puntería. Pero esto solía aburrir pronto a
los chicos que buscaban mayores emociones. Se podía pasar a imitar a los
pistoleros de los western, disparando a latas de conservas vacías situadas en
muros y vallas. O a tirarlas al aire para tratar de acertar en su bajada. Y ya
lo más impactante era la ocurrencia, a la que casi siempre se llegaba, de
dispararle con la escopeta a una moneda colocada a cierta distancia.
Todo esto posibilitaba momentos de emoción o
de competición con algún amigo. Pero, le faltaba realismo para muchos niños que
salían a calles y caminos en busca de mejores perspectivas. Y fuese llevados
por sus padres, que se divertían lo suyo, fuese por afán de aventuras, muchas
veces se iba a cazar pájaros. Se trataba de pájaros y no liebres o animales de
caza mayor porque los balines no daban para más. De hecho a una cierta
distancia, los pájaros grandes no se enteraban. Es el caso de los cuervos o las
urracas, por ejemplo. Y mucho menos los gatos que, en ocasiones, eran el objeto
de aquella travesura. Aunque a veces ese gato era el que solía llevarse el
pescado de la madre, que tenía la ventana de su cocina abierta o el que había
matado al canario que estaba en su jaula canturreando apaciblemente.
Esas pequeñas cacerías, totalmente condenables
desde el punto de vista ecologista y de conservación de la naturaleza y sus
especies, solía llevar a buscar pájaros en lo alto de los árboles o posados y
ocultos entra las hojas de aquellos. Quienes tenían buena puntería derribaban
algunos de esas posiciones arboladas. La mayoría de los disparos se perdían
atravesando hojas o perdiéndose entre los recodos del árbol o arbusto. En
ocasiones fui testigo de verdaderas cacerías,
organizadas por los padres, para obtener un gran número de pajaritos
destinados a condimentar una paella campestre y colectiva.
Pero en este terreno de los pájaros esto podía
hacerse de otros modos. Conocí, en tierras de Melilla, la caza de pájaros con
red. Montaban una red bien colocada en el suelo y ponían algún pájaro enjaulado
de reclamo. La bandada no tardaba en merodear
por allí hasta caer en la trampa de aquella red. El destino era el antes citado: la paella.
Mi padre, buen aficionado a los pájaros y a
sus trinos y gorgoritos, usaba otros sistemas para cogerlos y llevarlos a una
jaula. Era algo bastante popular en el Levante español. Se trataba de cogerlos
con liga. Era ésta una especie de
pegamento, muy fuerte y eficaz, con el que se impregnaban unos tallos pequeños
de determinadas plantas muy abundantes en el terreno. Estas plantas se
convertían en una trampa para aquellos pájaros que se posasen en sus tallos. Se
colocaba una o dos jaulas, con canarios o jilgueros que hacían de reclamo,
junto a esa planta y a esperar. Había que esconderse a cierta distancia para no
espantar a los pájaros. Pronto pasaba en alto vuelo un grupo o bandada de esas
especies que, al oír el canto de sus iguales de especie animal, bajaban a
posarse en sus proximidades, saltando de rama en rama, respondiendo a los
cantos de los enjaulados. Y siempre había alguno que se posaba en alguna de las
ramitas untadas con aquella cola – la liga – quedando allí inevitablemente
prendido. No había escapatoria. Mientras el resto de la bandada huía,
ascendiendo de nuevo a las alturas, mi padre y sus amigos cogían cuidadosamente
a aquel pájaro y lo llevaban a una jaula. Pronto pasaría a animar, con sus
cantos y gorjeos, la vida de la casa.
Afortunadamente, el paso de los años fue
dejando atrás esta cultura tan poco acorde con la ecología y el cuidado y
mantenimiento de la vida de las distintas especies en la Naturaleza. Las
escopetas de balines dejaron de ser objeto de deseo y las cacerías de pájaros
pasaron a otra vida. Los niños de los setenta en adelante pusieron su atención
en otras cosas y los padres con ansía de disparar a algo, se dedicaron a la
verdadera caza de liebres, conejos y demás o a los concursos de tiro al plato.
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