miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 45
LA COMETA

Aunque podría incluir esto en el capítulo de juegos infantiles, he preferido hacer una excepción y concederle un pequeño rincón propio en esta Segunda Parte del libro. Y esto porque las cometas fueron lo suficientemente relevantes en mi infancia y en la de otros niños de mi generación, como para quedar guardadas en un recoveco de mi memoria de esos años. Años muy llenos, por otra parte, de imaginación y de fantasía.

Estos recuerdos me llevan a la ciudad de Valencia y a mis ocho o nueve años de edad. Allí, en un barrio de las afueras de esta ciudad levantina, un grupo de niños y niñas solíamos pulular alrededor de nuestros padres cuando ponían manos a la obra de organizar alguna cosa divertida. En ocasiones, esta diversión era hacer unas cometas. En esos momentos, nuestro impaciente bullicio infantil se sublimaba, mientras vivíamos cada uno de los pasos que habían de darse para confeccionar una cometa. El asunto era lento y cuidadoso, de cosas bien hechas, ya que aquel artilugio debía volar y hacerlo muy alto. Así que nada que ver con esas cometas prefabricadas actuales, llenas de colores pero carentes, muchas de ellas, de la posibilidad de subir muy alto.

Nuestros padres – yo me fijaba lógicamente en el mío – cortaban un trozo del mango de una vieja escoba de caña y lo abrían para hacer varios tramos de la misma longitud. Con ellos hacían una estructura estrellada, bien sujeta con cordón y algo de cola de pegar. Luego adherían a esa estructura papel grueso de envolver, dándole forma triangular. Pintaban con dibujos y colores vivos ese papel por ambas caras para que pudiera verse bien cuando se elevase en el aire. Venía, después, la operación compleja de colocar y fijar el hilo que había de sujetar la cometa a las manos de quien la manejase. Utilizaban grandes carretes de un cordón de cierto grosor, que quedaba enrollado convenientemente. Pero previamente, introducían varios círculos de papel de pequeño tamaño, de forma tal que el hilo pasase a través de un orificio central que les hacían. Y la operación terminaba, colgándole una cola de trapo de color a uno de los lados del triángulo de la cometa.

Al final de estas operaciones, varias cometas reposaban en el suelo, listas para ser usadas. Se separaban nuestros padres, dejando cierta distancia entre ellos e iniciaban el vuelo de sus cometas. Normalmente elegían días en que hubiese, al menos, algo de viento o brisa. Con gran sorpresa de la chiquillería, la habilidad de nuestros mayores hacía que la cometa se elevase con seguridad y constancia. Cada vez más alta, cada vez más alejada. Los niños oteábamos el cielo siguiendo los colores de nuestra respectiva cometa. Estábamos a una cierta distancia de las casas de nuestro barrio. Veíamos como esas cometas, allá arriba, muy lejos ya de nosotros, se dirigían hacia el barrio hasta parecer estar encima de él. Al terminarse el hilo, las cometas detenían su marcha y bailaban en los cielos, manejadas por las manos de nuestros padres. Los niños permanecíamos mudos, extasiados, esforzándonos en no perder de vista nuestra cometa. Y entonces, en el colmo del paroxismo, soltaban tres o cuatro de aquellos discos de papel que subían por el cordón a gran velocidad, buscando la cometa. Les llamaban los telegramas. Era como enviarle un mensaje –un telegrama – a la cometa.  Y, al cabo, de un rato, si la cometa no caía por accidente antes, las iban trayendo de nuevo hasta llegar a recogerlas en sus manos.

Algo sencillamente prodigioso para nuestros ojos y mentes infantiles. Comprenderá el lector, ahora, por qué no es fácil olvidar aquellas tardes en que se volaban las cometas. Los cachirulos le llamábamos allí y entonces.

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