miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 46
EL REGALIZ Y LAS GOLOSINAS

En el mundo infantil siempre han tenido importancia las golosinas. Sean dulces, saladas o insípidas, siempre han sido elemento de consuelo de penas, de ratos de alegría y bienestar o simplemente de pasatiempo. Todos los niños, de todos los tiempos, han corrido detrás de los distintos productos vendidos como golosinas o chucherías.

Los largos años de la posguerra no fueron una excepción, ni  mucho menos. Pese a las penurias económicas, los padres sabían encontrar el modo de poder comprar a sus hijos algunos de esos productos. Eso sí, en forma mucho más limitada y restrictiva que en años posteriores. A partir de los setenta se disparó ya el mercado de las golosinas, tanto en variedad como en cantidad. Pero volviendo a esos años cuarenta y cincuenta, tratemos de recordar las más comunes entre la chiquillería, dejando aparte las diferencias lógicas, en aquella época, entre ciudad y pueblo o entre unas u otras regiones hispanas. Me ceñiré a lo que viví personalmente.

Evidentemente, los caramelos ocupaban el número uno en las preferencias de los niños y niñas españoles. Eran bastante buenos o, al menos, así lo percibíamos nosotros. Fueron muy populares las pastillas de café con leche. Muchos de ellos venían envueltos en papel de plata, bien coloreada ésta por una o ambas caras. Tras apurar aquellos de fresa, nata, chocolate, naranja o limón, en muchas ocasiones conservábamos esas hojas plateadas, previamente alisada con la uña, en el interior de libros o de cuentos infantiles. Eran como un pequeño y hermoso tesoro que merecía ser guardado.

Más exótico era el regaliz que en esos años masticábamos todos los niños españoles. La variante más extendida era la negra. Extraído de la regaliza, se presentaba en barritas largas y estrechas completamente negras. Se vendía en toda clase de quioscos y tiendas de golosinas. Su característico sabor incitaba a masticar y chupar incesantemente aquellas barritas. En Valencia y Alicante conocí otra variedad, igualmente abundante, en los puestos que en muchas calles vendían toda clase de frutos secos, caramelos y golosinas. Eran una barritas vegetales de esa misma planta y que permitía masticar y chupar un líquido, algo amargo en su sabor. Era regaliz en su forma más natural y menos elaborada. 

En esos puestos callejeros, de abundante provisión para los niños, había también cacahuetes, avellanas, garbanzos, habas, almendras garrapiñadas, chufas y altramuces. Los cacahuetes se vendían, generalmente, con su cáscara en cartuchos o cucuruchos hechos de papel de estraza in situ. Los niños pasábamos largo rato en la operación de apretar y romper las cáscaras de los cacahuetes, moverlos entre los dedos para pelarlos y comerlos. En todas partes se comían los cacahuetes y pocas veces sin cáscara y tostados. Los garbanzos tostados eran una variedad de fruto seco, duros, pero muy solicitados. Los altramuces se vendían también en esos cucuruchos de papel, una vez extraídos por el vendedor del recipiente con agua y sal en el que los mantenía para quitarles parte de su amargor. La forma de comerlos, mordiendo suavemente, para romper la piel exterior y extraer la parte comestible de ese fruto, era muy característica. Pese a su sabor algo amargo, eran muy solicitados. Recuerdo, con cierta emoción y nostalgia, los innumerables puestos de estos frutos, alineados en la acera, en las paradas de los tranvías del centro de Valencia, en la época que estamos considerando. También en las entradas a los cines ya que eran complemento indispensable para ver una película infantil. Nada mejor para contener las emociones de una película del Gordo y el Flaco, de Pinocho, de Blancanieves y los siete enanitos o cualquiera de las de Walt Disney, que un puñado de cacahuetes, de almendras saladas o unas barritas de regaliz.

Por cierto que las almendras cumplían otra función entre los chiquillos. Pero se trataba de las almendras con su cáscara envolvente, tal como se vendían en las tiendas. Los chiquillos las cogíamos, frotábamos insistentemente una almendra de esas en la acera o contra una piedra rugosa, hasta que se hacía un agujero y se veía la almendra en su interior. Soplando en ese agujero, lateralmente, se lograba emitir una especie de silbido especial. Se conseguía así un silbato muy peculiar.

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