CAPÍTULO 5
DEL RACIONAMIENTO AL CONSUMISMO
Las dificultades seguían y muchos compatriotas
continuaban, como en las décadas anteriores, su marcha a otros países. La
emigración a América era importante todavía. También
el éxodo desde la España rural hacia las ciudades, en especial Madrid y
Barcelona, aumentó considerablemente. Muchas familias buscaban así mejorar sus
condiciones de vida, a cambio de muchas privaciones y más trabajo. A lo largo de los cincuenta, el fenómeno que
solemos denominar consumismo no
existía ni se le esperaba. Veíamos un mundo, para nosotros irreal, en las
películas americanas tan abundantes en nuestros cines. La realidad hispana
estaba a años luz de aquellas casas lujosas y bien amuebladas, de las cocinas
maravillosas, dotadas ya de toda clase de adelantos, de aquellos grandes
almacenes y oleadas de gentes comprando en ellos. Nuestra vivencia era muy
otra. Era la de las tiendas de barrio y de calle que vendían un poco de todo.
La de casas, por lo general, sin más comodidades que sus muebles pasados de
padres a hijos. Cocinas de hierro, tipo bilbaíno, de leña o carbón. Cuartos de baño sin bañeras. Algunos con
lavabo y muchos con palangana. Luz eléctrica escueta, con sus viejos cables,
tipo cordón, tendidos sobre aisladores blancos en las paredes de las
habitaciones.
El consumo de alimentos comenzó a ampliarse
poco a poco a lo largo de esa década, forzado por la autarquía, que permitía
poner toda la gran producción agrícola, ganadera y pesquera de nuestro país en
nuestros propios mercados para abastecimiento de la población. La ropa que
vestíamos, sin marca generalmente, la estiraban nuestra madres a base de
arreglos y remiendos, cosidos y zurcidos. En general, nos manejábamos con muy
pocas prendas y, con mucha frecuencia, la ropa de padres y tíos servía, tras un
apaño, para niños y jóvenes.
No había consumismo de ninguna clase. Se iba
a mínimos de gasto, generalmente. Y la costumbre establecida es que todo debía
durar y a todo se le hacía durar. Y en la alimentación, pocas alegrías. El
tiempo de ocio, que solía limitarse a los domingos y todo lo más ampliado en la
tarde sabatina, se llenaba con paseos innumerable por calles y carreteras,
visitas a parientes y amigos y, sobre todo con la gran evasión del cine. De todo esto trataremos en otros capítulos.
Pero el cine permitía soñar con otro mundo y otras vidas que nada tenían que
ver con las nuestras. Por eso constituía la gran válvula de escape de la
mayoría de los españoles.
Pero, poco a poco, esa visión continuada de la
vida de la sociedad norteamericana, así como la inglesa o francesa, por poner dos
ejemplos, fue haciendo ver que existía y era posible otro mundo, otra sociedad.
Para ello se precisaba mayor libertad en todos los frentes y una economía
nacional más abierta y menos controlada. El liberalismo o una economía de
mercado al estilo de esos países citados. El aislamiento de España y sus fuertes
barreras proteccionistas eran un obstáculo. Pero la conciencia en esta
dirección ya había echado a andar. Y pronto vendría el gran cambio.
La entrada en los sesenta supuso el inicio de
ese cambio. En lo político se limitó a los aspectos económicos, en los que se
produjo un importante impulso de liberalización de nuestros mercados. Otra cosa
fue en cuanto a los gustos y apetencias de todos nosotros. Un aspecto
significativo es que todos los jóvenes comenzamos a vestir de otro modo. Empezamos
a pensar en las marcas y a consumir. La televisión ya implantada en nuestro
país, que día a día entraba en más casas, nos bombardeaba con publicidad en
toda clase de productos. Ya no era lo mismo aparecer en la pandilla de amigos y
amigas con un jersey calcetado por nuestras abuelas, que con otro comprado en
los almacenes X y de la marca Z. Y lo mismo con el calzado, con
los pantalones o con las faldas de las chicas. Nos mirábamos unos a otros y
observábamos nuestro vestuario. Al tiempo que se formaban esos grupos de
afinidad social, se fomentaba ya la imitación y la igualdad en la vestimenta.
Pero, esto no sucedió en un día, sino poco a poco. La estratificación social y
las posibilidades económicas que cada familia iba alcanzando, marcaban la pauta
en este fenómeno . El consumismo estaba ya a las puertas.
No obstante esos niveles de consumo que menciono,
apenas llegamos a vivirlo en plenitud los jóvenes de mi generación. La
mentalidad de nuestros padres, forjada en el ahorro y el aprovechamiento de los
recursos escasos, no lo permitía, salvo en familias adineradas que también las
había. Todo se quedaba en unos
pantalones vaquero - la prenda
más significativa del cambio producido y del mimetismo juvenil – jerseys de
pico azules, verdes, rojos o amarillos, chaquetas de punto de esos colores,
mocasines o kiowas y los tenis. Y poco más.
Los años setenta supusieron para la mayor
parte de mi generación, el tiempo de las bodas y el nacimiento de los primeros
hijos o de todos ellos. Pasamos a ser padres en unos años en que todo había
cambiado en la economía española. Abundaba el trabajo y los sueldos subieron.
Las horas extras se hacían por doquier, aumentando las nóminas percibidas.
Muchas mujeres comenzaron a trabajar. Con esto pasaron a llegar dos sueldos a
muchos hogares hispanos. Aunque la emigración, especialmente a Alemania, Suiza
y otros países europeos, había sido muy alta en los sesenta, comenzó a frenarse
en los setenta. Los mercados, ya prácticamente liberalizados y un país metido
en la rueda del consumo. Las hipotecas se extendían por todo el país, de arriba
abajo, para la compra de casa propia. Los niños pasaron todos a escolarizarse,
desapareciendo prácticamente su trabajo antes de los 14 años. Los seiscientos
de los años sesenta dejaban paso a una diversidad de vehículos. La ostentación
estaba entrando en las formas de vida.
Las compras, en especial de ropa, se hacían ya
con un ojo – cuando no con los dos – puesto en la moda, en las marcas. La
publicidad, especialmente la televisiva, nos bombardeaba con sus continuos
mensajes laudatorios hacia las excelencias de este o aquel producto. Y los
padres, guardando en el fondo de nuestra mente, de nuestros recuerdos, los
malos tiempos vividos en nuestra infancia y juventud, comenzamos a pensar en
que nuestros hijos no pasaran por aquello, que no sufrieran nuestras viejas
carencias. Nos hicimos cada vez más
padrazos. Se trataba de que no les faltase nada, que vivieran lo mejor
posible. Dentro de las posibilidades de cada familia por supuesto. Y hasta
empezamos a alardear públicamente, en nuestra sociedad, de esto, de que ellos tenían, que podían, que disfrutaban
de...
Los setenta fueron años de mucha lucha en cada
casa por afrontar todo aquello. En especial en las clases medias. Las altas ya
lo habían tenido todo siempre o habían disimulado sus carencias y necesidades.
Pero la gruesa capa media de la población española tuvo que pelear para pagar
su piso, su coche, sus vacaciones, su segunda vivienda en el campo o en la
playa... La vulgarmente llamada economía del bienestar había comenzado y
creíamos que era para quedarse entre nosotros. El consumismo incipiente era un
elemento básico de nuestro modelo de sociedad. Pero no había llegado a su
cenit. Sería ya más tarde, en los ochenta, donde todo esto cristalizaría.
De este modo, las gentes de mi generación hemos recorrido todo el arco que va desde
aquellas penurias de los años cuarenta y cincuenta, que obligaron a una
sobriedad de vida casi espartana, hasta esa etapa final, de tener casi de todo,
anhelar más y luchar día y noche. Y todo con abundante sacrificio laboral, en muchas
ocasiones, para entrar en círculos de consumo y de bienestar más elevado. Eso
sí, por el camino nos hemos ido dejando multitud de valores y de buenas costumbres.
Aquellos viejos adagios de nuestros abuelo, no
compres lo que no puedas pagar, ahorra por si acaso, no estires el traje más de
lo que debas, han fenecido en estos años, en esta larga travesía que ha
mudado nuestros hábitos y costumbres. Y nos hizo alumbrar una generación
sucesoria que se ha criado en la abundancia y ha crecido, forjando sus propias
vidas, en otras coordenadas muy alejadas de las vividas por sus mayores. Y también,
cayendo en la trampa de esa cultura del individualismo atroz, de la lucha por
subir, crecer y tener más y de olvido de muchos valores éticos. Aunque no es
este momento de búsqueda de culpabilidades, mi generación tiene la suya al
mudar, en muchos casos, su propio estilo de vida, para darles a nuestros hijos
lo mejor siempre y ahorrarles esfuerzos, sacrificios y privaciones.
El lector sabrá entender, a buen seguro, que
todo lo manifestado en ese capítulo lo es en forma general. Evidentemente, ha
habido estratos sociales que no han llegado a integrarse ni en el mundo del bienestar
ni en la cultura del triunfo. Han sido gentes excluidas de ese sistema de vida
por sus circunstancias personales y sociales. También hay que contar con
aquellos que sí han mantenido a sus hijos en el esfuerzo permanente, en el
sacrificio, en la sobriedad en el consumo y en la vivencia de altos valores
éticos y morales. Pero desgraciadamente, no podemos mantener que ésta haya sido
la tónica general de la sociedad española en ese período de los años setenta.
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