viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 5
DEL RACIONAMIENTO AL CONSUMISMO

Las dificultades seguían y muchos compatriotas continuaban, como en las décadas anteriores, su marcha a otros países. La emigración a América era importante todavía.  También  el éxodo desde la España rural hacia las ciudades, en especial Madrid y Barcelona, aumentó considerablemente. Muchas familias buscaban así mejorar sus condiciones de vida, a cambio de muchas privaciones y más trabajo. A lo largo de los cincuenta, el fenómeno que solemos denominar consumismo no existía ni se le esperaba. Veíamos un mundo, para nosotros irreal, en las películas americanas tan abundantes en nuestros cines. La realidad hispana estaba a años luz de aquellas casas lujosas y bien amuebladas, de las cocinas maravillosas, dotadas ya de toda clase de adelantos, de aquellos grandes almacenes y oleadas de gentes comprando en ellos. Nuestra vivencia era muy otra. Era la de las tiendas de barrio y de calle que vendían un poco de todo. La de casas, por lo general, sin más comodidades que sus muebles pasados de padres a hijos. Cocinas de hierro, tipo bilbaíno, de leña o carbón.  Cuartos de baño sin bañeras. Algunos con lavabo y muchos con palangana. Luz eléctrica escueta, con sus viejos cables, tipo cordón, tendidos sobre aisladores blancos en las paredes de las habitaciones.

El consumo de alimentos comenzó a ampliarse poco a poco a lo largo de esa década, forzado por la autarquía, que permitía poner toda la gran producción agrícola, ganadera y pesquera de nuestro país en nuestros propios mercados para abastecimiento de la población. La ropa que vestíamos, sin marca generalmente, la estiraban nuestra madres a base de arreglos y remiendos, cosidos y zurcidos. En general, nos manejábamos con muy pocas prendas y, con mucha frecuencia, la ropa de padres y tíos servía, tras un apaño, para  niños y jóvenes.

No había consumismo de ninguna clase. Se iba a mínimos de gasto, generalmente. Y la costumbre establecida es que todo debía durar y a todo se le hacía durar. Y en la alimentación, pocas alegrías. El tiempo de ocio, que solía limitarse a los domingos y todo lo más ampliado en la tarde sabatina, se llenaba con paseos innumerable por calles y carreteras, visitas a parientes y amigos y, sobre todo con la gran evasión del cine.  De todo esto trataremos en otros capítulos. Pero el cine permitía soñar con otro mundo y otras vidas que nada tenían que ver con las nuestras. Por eso constituía la gran válvula de escape de la mayoría de los españoles.

Pero, poco a poco, esa visión continuada de la vida de la sociedad norteamericana, así como la inglesa o francesa, por poner dos ejemplos, fue haciendo ver que existía y era posible otro mundo, otra sociedad. Para ello se precisaba mayor libertad en todos los frentes y una economía nacional más abierta y menos controlada. El liberalismo o una economía de mercado al estilo de esos países citados. El aislamiento de España y sus fuertes barreras proteccionistas eran un obstáculo. Pero la conciencia en esta dirección ya había echado a andar. Y pronto vendría el gran cambio.

La entrada en los sesenta supuso el inicio de ese cambio. En lo político se limitó a los aspectos económicos, en los que se produjo un importante impulso de liberalización de nuestros mercados. Otra cosa fue en cuanto a los gustos y apetencias de todos nosotros. Un aspecto significativo es que todos los jóvenes comenzamos a vestir de otro modo. Empezamos a pensar en las marcas y a consumir. La televisión ya implantada en nuestro país, que día a día entraba en más casas, nos bombardeaba con publicidad en toda clase de productos. Ya no era lo mismo aparecer en la pandilla de amigos y amigas con un jersey calcetado por nuestras abuelas, que con otro comprado en los almacenes X  y de  la marca Z. Y lo mismo con el calzado, con los pantalones o con las faldas de las chicas. Nos mirábamos unos a otros y observábamos nuestro vestuario. Al tiempo que se formaban esos grupos de afinidad social, se fomentaba ya la imitación y la igualdad en la vestimenta. Pero, esto no sucedió en un día, sino poco a poco. La estratificación social y las posibilidades económicas que cada familia iba alcanzando, marcaban la pauta en este fenómeno . El consumismo estaba ya a las puertas.

No obstante esos niveles de consumo que menciono, apenas llegamos a vivirlo en plenitud los jóvenes de mi generación. La mentalidad de nuestros padres, forjada en el ahorro y el aprovechamiento de los recursos escasos, no lo permitía, salvo en familias adineradas que también las había. Todo se quedaba en unos  pantalones vaquero -  la prenda más significativa del cambio producido y del mimetismo juvenil – jerseys de pico azules, verdes, rojos o amarillos, chaquetas de punto de esos colores, mocasines o kiowas y los tenis. Y poco más.

Los años setenta supusieron para la mayor parte de mi generación, el tiempo de las bodas y el nacimiento de los primeros hijos o de todos ellos. Pasamos a ser padres en unos años en que todo había cambiado en la economía española. Abundaba el trabajo y los sueldos subieron. Las horas extras se hacían por doquier, aumentando las nóminas percibidas. Muchas mujeres comenzaron a trabajar. Con esto pasaron a llegar dos sueldos a muchos hogares hispanos. Aunque la emigración, especialmente a Alemania, Suiza y otros países europeos, había sido muy alta en los sesenta, comenzó a frenarse en los setenta. Los mercados, ya prácticamente liberalizados y un país metido en la rueda del consumo. Las hipotecas se extendían por todo el país, de arriba abajo, para la compra de casa propia. Los niños pasaron todos a escolarizarse, desapareciendo prácticamente su trabajo antes de los 14 años. Los seiscientos de los años sesenta dejaban paso a una diversidad de vehículos. La ostentación estaba entrando en las formas de vida.

Las compras, en especial de ropa, se hacían ya con un ojo – cuando no con los dos – puesto en la moda, en las marcas. La publicidad, especialmente la televisiva, nos bombardeaba con sus continuos mensajes laudatorios hacia las excelencias de este o aquel producto. Y los padres, guardando en el fondo de nuestra mente, de nuestros recuerdos, los malos tiempos vividos en nuestra infancia y juventud, comenzamos a pensar en que nuestros hijos no pasaran por aquello, que no sufrieran nuestras viejas carencias. Nos hicimos cada vez más padrazos. Se trataba de que no les faltase nada, que vivieran lo mejor posible. Dentro de las posibilidades de cada familia por supuesto. Y hasta empezamos a alardear públicamente, en nuestra sociedad, de esto, de que ellos tenían, que podían, que disfrutaban de...

Los setenta fueron años de mucha lucha en cada casa por afrontar todo aquello. En especial en las clases medias. Las altas ya lo habían tenido todo siempre o habían disimulado sus carencias y necesidades. Pero la gruesa capa media de la población española tuvo que pelear para pagar su piso, su coche, sus vacaciones, su segunda vivienda en el campo o en la playa... La vulgarmente llamada economía del bienestar había comenzado y creíamos que era para quedarse entre nosotros. El consumismo incipiente era un elemento básico de nuestro modelo de sociedad. Pero no había llegado a su cenit. Sería ya más tarde, en los ochenta, donde todo esto cristalizaría.

De este modo, las gentes de mi generación hemos recorrido todo el arco que va desde aquellas penurias de los años cuarenta y cincuenta, que obligaron a una sobriedad de vida casi espartana, hasta esa etapa final, de tener casi de todo, anhelar más y luchar día y noche. Y todo con abundante sacrificio laboral, en muchas ocasiones, para entrar en círculos de consumo y de bienestar más elevado. Eso sí, por el camino nos hemos ido dejando multitud de valores y de buenas costumbres. Aquellos viejos adagios de nuestros abuelo, no compres lo que no puedas pagar, ahorra por si acaso, no estires el traje más de lo que debas, han fenecido en estos años, en esta larga travesía que ha mudado nuestros hábitos y costumbres. Y nos hizo alumbrar una generación sucesoria que se ha criado en la abundancia y ha crecido, forjando sus propias vidas, en otras coordenadas muy alejadas de las vividas por sus mayores. Y también, cayendo en la trampa de esa cultura del individualismo atroz, de la lucha por subir, crecer y tener más y de olvido de muchos valores éticos. Aunque no es este momento de búsqueda de culpabilidades, mi generación tiene la suya al mudar, en muchos casos, su propio estilo de vida, para darles a nuestros hijos lo mejor siempre y ahorrarles esfuerzos, sacrificios y privaciones.

El lector sabrá entender, a buen seguro, que todo lo manifestado en ese capítulo lo es en forma general. Evidentemente, ha habido estratos sociales que no han llegado a integrarse ni en el mundo del bienestar ni en la cultura del triunfo. Han sido gentes excluidas de ese sistema de vida por sus circunstancias personales y sociales. También hay que contar con aquellos que sí han mantenido a sus hijos en el esfuerzo permanente, en el sacrificio, en la sobriedad en el consumo y en la vivencia de altos valores éticos y morales. Pero desgraciadamente, no podemos mantener que ésta haya sido la tónica general de la sociedad española en ese período de los años setenta.

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