CAPÍTULO 50
CANTAR EN CASA Y
POR LA CALLE
Los españoles de los cuarenta y cincuenta
fuimos, en general, cantarines. Sin ninguna clase de respetos humanos, aunque
con matices. Por razones que desconozco pero que achaco a que éramos menos
complicados que ahora y, posiblemente, más simples o sencillos, a mis
compatriotas les gustaba cantar en toda ocasión. Había diferencias, por
supuesto. No sucedía lo mismo en Andalucía que en Galicia, en Extremadura que
en Madrid. Pero cantábamos bastante, sin prejuicios por hacerlo bien o mal, ni
porque pudieran oírnos. Creo que era una característica más de los españoles de
entonces.
Se llevaban en esto la palma, sin duda alguna,
los albañiles y obreros de la construcción, quienes en sudorosa camiseta y
pañuelo anudado en la cabeza, no cesaban con sus cantos. En esos años las canciones
de Antonio Molina hacían furor en este gremio. Pero también todo el flamenco en
general. Le seguían en este ranking las llamadas entonces modistillas. Eran aquellas chicas que aprendían a coser en pequeños
y hogareños talleres de costura o con modistas ya consolidadas. Aprendían y
ayudaban en la confección de prendas encargadas por amigas y vecinas,
convertidas en clientes de la modista. Estas chicas simultaneaban el oficio de
la aguja y el dedal con cánticos continuos. Y esto duró hasta que les pusieron
una radio en el local o en el taller que suplió con su música la de sus voces.
Eso cuando ambas no se sumaban.
Luego estaban los cantarines solitarios que,
caminando por la calle o por un parque,
entonaban sus melodías sin cortarse un pelo. Sin bajar el tono al cruzarse con
la gente, mientras ésta pasaba a su lado sin inmutarse. El que cantaba en el
tranvía o en el metro ya era más pelmazo,
sobre todo si era insistente. Y, solía terminar con la paciencia de los
contertulios, el que cantaba o tarareaba sin cesar mientras jugaba a las cartas
o al dominó en el bar. Normalmente, o era un tic nervioso o era para despistar
a los demás y hacerles pensar que detrás de su alegría y tranquilidad había muy
buenas cartas o fichas. Un día se montó una buena en un café cuando, en una
partida de ajedrez, uno de los jugadores la emprendió con La Traviata y remató con el
Sitio de Zaragoza.
Cuestión aparte, de amplio espectro, era
aquello de cantar mientras se afeitaban los hombres. O sea nuestros padres y
abuelos. Si bien es cierto que la operación de afeitado casero, con navaja,
brocha y abundante jabón, era de larga y pesada duración, eso no justifica por
sí solo que en cada afeitado hubiese un concierto completo. O se repitiese
treinta y seis veces la misma canción o tonadilla. Sea como fuese, la cuestión es que casi todos los
caballeros, si se afeitaban en casa y no en la barbería, cantaban, Y lo hacían
a pleno pulmón, haciendo voces y poniendo gestos mientras se afeitaban.
Reconozco que heredé esa costumbre de mis mayores y que, con frecuencia, debo
contenerme y bajar la voz para no ser objeto de denuncia ante mi comunidad de
vecinos. Hoy día ese asunto es tabú, está mal visto y puedes ser señalado por
ese mal vicio. Por cerrar el tema con un ejemplo, mi padre cantó durante muchos
años, mientras se rasuraba la barba a mano, aquello de desde Santurce a Bilbao, ando por toda la orilla. Algunos de mi
generación, que hemos seguido con la costumbre, introdujimos una variante a
esta manía: la de cantar nuestro repertorio completo de canciones, las que
llevamos en el alma y que nos salen, distintas, según nuestro estado de ánimo.
Así al menos, damos el concierto y no la lata a los vecinos.
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