miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 57
LA VENTA DE TABACO PICADO DE LAS COLILLAS

Otra prueba de la pobreza y el atraso de nuestro país en los años de la posguerra, en especial en los cuarenta, era la imagen de los colilleros deambulando por las calles en busca de su tesoro. Se trataba de hombres, mujeres y niños que recorrían aquellos lugares en los que la gente tiraba sus cigarros, ya fumados, para recoger del suelo las colillas. Recuerdo todavía esta estampa urbana y costumbrista de la España de aquellos años de miseria y de hambre. Para sobrevivir y poder ganar algo de dinero que permitiese comer, la gente hacía todo aquello que su imaginación  descubría. Y además, funcionaba el modelo imitación y copia.

Esto de la recogida de colillas del suelo de calles y plazas, de bares y cafés, tenía una finalidad muy concreta. Había sitios muy recorridos para coger las colillas. Los alrededores y, en especial, las puertas de estadios de fútbol, plazas de toros, cines, teatros y hasta iglesias eran los mejores para esto. Allí había bastantes más colillas que en cualquier otro lugar. Éstas se recogían indiscriminadamente, todas las que se encontraban, y se metían en los bolsillos o en alguna pequeña bolsita hecha para esta tarea. Los niños, por cierto, eran los que se movían mejor y con más rapidez para este trabajo, valiéndose además de sus mejores posibilidades de meterse entre los grandes grupos de gentes, como eran los asistentes a los espectáculos públicos o de masas.

Esas colillas se llevaban a las casas respectivas de sus recogedores, amontonando las que aportaban cada uno de los miembros de la familia que había salido a hacer esta tarea. Ser colillero era, prácticamente, una profesión más de la España pobre de la época. Un trabajo, feo y sucio, pero tan digno como otros para ganarse el sustento de la familia. Después se deshacían esas colillas, separando el tabaco del papel de fumar y se tiraba éste último. El tabaco se juntaba, fuese de cigarrillos o de puros, negro o rubio, de mejor o peor calidad. Normalmente, el tabaco de esos años era de baja calidad, negro y de cigarrillos.

Cuando ya se tenía una cantidad mínima suficiente, se pasaba a liar nuevos cigarrillos con aquel tabaco, usando papel de fumar y la técnica habitual, totalmente manual, de la pasada de la lengua por el borde del papel de fumar para pegarlo y cerrar el cigarro. Así se obtenían pitillos capaces de volver al mercado para ser fumados de nuevo. Estas personas acudían luego con sus cigarros para vender en bares o cafés o sencillamente por la calle o a las puertas de cualquier lugar de ocio. Y esos cigarros desaparecían de sus manos, dada la alta demanda de cigarrillos de una población masculina mayoritariamente fumadora.

Todo este proceso dejaba al margen las más mínimas y elementales  cuestiones de higiene y salubridad. Ni se planteaban esta cuestión. Cigarrillo encontrado, cigarrillo a la bolsa y al proceso de transformación. Esto dejaba poco dinero y mucho trabajo, pero así estaban las cosas en aquellos tremendos años del hambre y la necesidad.


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