miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 65
EL PASO DEL ECUADOR

Aunque sea algo que todavía se lleva y que se aparta de lo anteriormente considerado, quiero traer aquí un recuerdo estudiantil. En las distintas Facultades Universitarias y Escuelas Técnicas existentes en el período temporal que cubre este libro, solía celebrarse anualmente la fiesta del Paso del Ecuador. Con más o menos relieve y realce. Esto dependía de la tradición en ese centro y de cada curso y su capacidad organizativa de este tipo de juergas. En el buen sentido. Como es sabido, ya que todavía se sigue celebrando en algunos centros universitarios, el Paso del Ecuador correspondía al curso en que se traspasaba la mitad de la carrera.

Siempre ha sido un acontecimiento festivo y alegre para los estudiantes. También lo fue para nosotros. Supongo que para unos más y otros menos en función de los cabecillas de cada curso a la hora de montarse estos festejos. Los estudiantes se solían disfrazar en esta ocasión. Y también organizar desfiles por las calles de la ciudad. Aunque, en general, abundaba la improvisación. Las cosas iban surgiendo sobre la marcha. Al fin y al cabo se trataba básicamente de dar rienda suelta a la alegría del momento y divertirse lo más posible. A partir de ahí, cada caso habrá sido diferente sin duda. Pero un elemento común era el seguir esta tradición estudiantil, imitar a los cursos que nos antecedían y tratar de superarlos, si era posible.

Tras este preámbulo, lo mejor es describir mi Paso del Ecuador, el momento en que mi promoción de la Escuela de Peritos Industriales de Gijón celebró este evento. En mis estudios posteriores de Económicas ya no viví este evento por ser estudiante libre. Y esta circunstancia,  a pesar de llevar a la necesidad perentoria de estudiar mucho más que los oficiales (¡y suspender todavía más!), excluía por completo de entrar en esa agradable vidilla estudiantil. Pues bien, llegó un buen día el momento de celebrar el Paso del Ecuador de mi promoción. Alguien fijó una fecha para ello, sin que, como era habitual, la mayoría del curso se enterase de cómo y cuándo había sido eso.  Se corría la voz y eso bastaba. Llegado el día, obviamente no había clases. El profesorado, respetuoso con la tradición, daba jornada escolar libre. Nos reunimos todos en la Escuela un tanto despistados y sin saber qué hacer. ¿Había que divertirse, no? Pues manos a la obra.

Ocupamos un aula y sin orden ni concierto alguno, empezamos a pensar en qué hacer, de qué disfrazarnos y qué papel representar. Los distintos grupos se fueron formando por afinidad y amistad. También por puro despiste. En mi grupo decidimos hacer una parodia del nuevo plan de estudios, próximo a salir y que, como siempre en este país, atentaba contra el futuro profesional, acortaba años de estudio y tenía muy mala pinta para todos. Nos agenciamos con una especie de cochecito de bebé e introdujimos en él al más pequeño de la clase. Con el inmenso chupete que llevaba, metido allí bajo la manta, podría pasar por un infante casi recién nacido. Él era el “plan nuevo de estudios”. Una pancarta cuyo texto me correspondió pensar y escribir, por aquello de mis aficiones literarias, refrendaba nuestra repulsa hacia ese plan. El resto lo hacían nuestras simples vestimentas. Buzo o mono de talleres, azul mahón. Sombreros de papel en la cabeza y unas burdas caretas.  Y nos unimos a la comitiva.

Cada grupo había montado su propio show. Había algunas guitarras y laúdes. Y muchos cánticos deslavazados. En el más completo desorden y algarabía, salimos a la calle. Al instante la habíamos ocupado toda, de lado a lado de la calzada. Y empezó el lento desfile por diversas rúas de la ciudad. Los transeúntes miraban de soslayo aquel follón  que adivinaban, al instante, cosa de estudiantes. Sorprendentemente no nos topamos, en ningún momento, con la autoridad establecida: los guardias municipales o nacionales. Los famosos grises. Nuestro pintoresco y, sin duda, poco original recorrido seguramente emulaba y se asemejaba a los de años anteriores. Y poca gente nos hizo caso, más allá de observar con una sonrisa o con una mueca de desagrado nuestro paso. Pero todo eso nos daba lo mismo. Íbamos a lo nuestro y estábamos metidos en nuestro papel de divertirnos y reírnos de todo y de todos. El Paso del Ecuador es eso: risa y diversión en estado bruto.


Al cabo de un tiempo, el personal empezó a cansarse y se decidió el regreso a la base. Pronto volvimos a la Escuela en el mismo caótico desorden. Dejamos los trastos tirados por allí y emprendimos la salida en tropel. La mayoría a comer en grupos de amigos. Los más empollones a estudiar los temas del día siguiente. En mi caso, me  integré en la comida en un bar barato, pero que admitía juerga y jaleo. Tras la comida, en la que no faltó la bebida necesaria para mantener el tono alto y la risa floja, hubo café y algún puro. La tarde fue larga. Y enlazó con el baile que se organizó en la sala de fiestas en que el SEU solía celebrar sus celebraciones. Allí nos reunimos la mayoría y al ritmo de la mejor música del momento y, ante la escasez de chicas, sacamos lustre a la barra del bar a lo largo de unas horas. El día fue largo y acabó cansino. Después de un carrusel de bromas, chistes, anécdotas y tontadas de los que estaban más tocados por el alcohol, el personal empezó a decaer. Y llegó el fin de nuestro Paso del Ecuador, caminando despacio y cansados hacia nuestras respectivas casas o pensiones. Había acabado el Paso del Ecuador. Desde ese momento todavía quedaba por delante, en nuestros horizontes temporales, la mitad de la carrera. ¡Un mundo!

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