CAPÍTULO 7
LAS TAREAS DEL HOGAR
En este capítulo vamos a considerar dos
aspectos diferentes. De un lado, iremos viendo quién y cómo se iba ocupando del
amplio espectro de las tareas hogareñas. De otro, trataremos de exponer la
evolución de los utensilios y aparatos que fueron, a lo largo de los años,
aligerando el peso de esas tareas al hacerlas más llevaderas y cómodas.
Empecemos por el primer aspecto mencionado.
En los años cuarenta, la cultura imperante y
las costumbres tradicionales, transmitidas de padres a hijos, eran
profundamente machistas, de acuerdo con la terminología y el pensamiento del
mundo actual. A través de siglos, en la vida matrimonial, la mujer era, según esos usos tradicionales, quién se
debía ocupar de todas las tareas del hogar y del cuidado y educación de los
hijos. Y así seguía siendo en esos años de la primera mitad del siglo pasado en
España. La mujer no trabajaba, en su inmensa mayoría, fuera de su casa. Por el
contrario, su labor era dentro del hogar, abarcando todas las tareas necesarias
y habituales. El hombre era quien trabajaba fuera y traía el dinero a su casa,
para mantener a su mujer y a su prole. Esta división estaba profundamente
marcada. Los roles estaban muy bien definidos y eran los mismos en todos los
hogares. Quizás, la diferencia posible en algunos de ellos venía dada por la
posibilidad de mantener servicio doméstico en cualquiera de sus formas. Así, en
las casas más pudientes económicamente, había una o más personas contratadas
que, viviendo en esa casa o externamente, realizaban la mayor parte de las
tareas del hogar. Esto liberaba a la señora de la casa, que pasaba a hacer
labores de control y vigilancia de esas tareas, así como se ocupaba de la
educación de los hijos.
Pero eso sucedía en una minoría de hogares. En
la mayor parte de ellos, en esa España empobrecida y sometida a toda clase de
restricciones, inmersos en la posguerra y en todas sus carencias, todo el peso
de las tareas hogareñas caía sobre la esposa. Pero, además, en los usos y
costumbres de la época, por lo general, el hombre no se planteaba otra cosa. No era imaginable, salvo casos de enfermedad de la esposa, ver a un hombre
lavando la ropa, poniendo la mesa o fregando el suelo. Socialmente no estaba bien considerada esa cooperación en las tareas hogareñas y el interesado lo veía así. Posiblemente, lo contrario podría ser causa de bromas y pullas, más o menos pesadas,
entre sus amigos y colegas de trabajo.
El hombre, al llegar a su casa, descansaba o
estaba jugueteando con los niños. También podía atender a sus diversos hobbies
o entretenimientos. Aparte de jugar la partida en el bar o café, lo que era un
auténtico deporte nacional, podía de acuerdo con sus circunstancias y
posibilidades hacer chapuzas o arreglos por la casa, cuidar unas palomas o unos
conejos en el patio interior, leer detenidamente el periódico o un libro, o
cuidar sus plantas en el patio o en el balcón de su casa. Esto por citar
algunas cosas de las más habituales. Entretanto, la mujer afrontaba toda la
larga lista de tareas domésticas que desarrollaba de forma totalmente manual.
Todo era puro esfuerzo físico, al que se unía el necesario para poner en marcha
a sus hijos cada mañana, mandarlos o llevarlos al colegio y recibirlos, de
nuevo, a su regreso.
Así las cosas, es fácil imaginarse ese mundo
de los cuarenta. Hay que añadir que la mujer, por influjo de esas costumbres
transmitidas de padres a hijos durante generaciones, lo admitía así y en
general no se planteaba otra cosa. Habría excepciones, sin duda, pero pienso
que era así mayoritariamente. Una mujer, generalmente, no dejaba que su hijo se
planchase una camisa o que el marido hiciese la comida o fuese a la plaza a
comprar. Esta era su cultura, pensando que no le correspondía hacerlo, que no
sabría o qué iban a decir los vecinos. Pese a esto y en contraste con todo
ello, la mujer sí empezaba a ver otros patrones de comportamiento que le
resultaban extraños y exóticos. Era en el cine, al que los españoles acudían de
tarde en tarde en esa época. Habría que esperar a la siguiente década, la de
los cincuenta, para que llegase la gran explosión del cine y de la asistencia
masiva de los españoles a ellos.
Pese a esta situación de dualidad de roles en
la vida del hogar, esto no afectaba al nivel emocional y de sentimientos de los
esposos. Cada uno jugaba su propio papel en la vida, tal como lo habían hecho
sus padres y abuelos. El cariño, el amor, la alegría en la vida del hogar no se
solían ver afectados por esto. La mujer, en general, no se sentía frustrada ni
amargada por esta situación, lo que sí sucedía por las penurias económicas y
las carencias de alimentos, de vestido o de elementos del hogar. Se puede decir
que la mujer española se forjó en su carácter, sobrellevando con entereza toda
esa complicada situación de la posguerra. También los hombres, que debían
trabajar bastante y ganar poco, sintiendo igualmente esas faltas y estrecheces
en sus casas.
La década de los cincuenta no cambió, en principio
y en lo fundamental, este orden de cosas. El hogar siguió siendo territorio
propio de la mujer, mientras el hombre trabajaba fuera y aportaba recursos
económicos. Aunque las penurias de los españoles seguían siendo algo presente
todavía en sus vidas, si se fue paulatinamente produciendo un cambio. Lento y
limitado, pero cambio. La reconstrucción material del país iba avanzando.
Carreteras, puentes, ferrocarriles, edificios oficiales, industrias y comercios
fueron volviendo a su anterior nivel, ampliándose ante el intenso trabajo en
obras públicas. Nuevas viviendas fueron surgiendo por todas partes. El trabajo
intensivo de los españoles iba dando sus frutos. Aunque el nivel remunerativo
era bajo, en general, si permitió en el transcurso de esa década un cierto
avance económico en multitud de hogares. Aunque esto es así, si dejamos al
margen la oleada de españoles que emigraron a otros países en busca de una vida
mejor y los cinturones de chabolas y pobreza que rodeaban las principales urbes
del país.
De este modo, esa población hispana que se
dividía desde tiempos ancestrales entre una minoría rica y pudiente y una
inmensa mayoría formada por la clase baja, de escasos recursos económicos,
empezó a evolucionar hacia otro modelo. Comenzaban a formarse las clases
medias, aquellos hogares que salían de la pobreza y escasez para ascender un
peldaño, alcanzando al menos pequeños desahogos. Fue la época en que comenzaron a modernizarse algo los hogares y en los que los españoles iban al cine, al
futbol y a los toros de forma masiva y con bastante frecuencia.
La entrada de algunos elementos de ayuda a las
tareas del hogar, de los que hablaremos en este mismo capítulo, empezó a
facilitar el trabajo de la mujer. Es también la época en que empieza a avanzar,
lentamente, el trabajo femenino fuera de sus casas. El hombre sigue fiel a su
mentalidad ya analizada antes, que le llevaba a no participar mucho del trabajo
en su hogar. Pero algo estaba ya cambiando en el ambiente social.
Personalmente, creo que el cine con la continua visión de películas americanas
y europeas, en las que se podían observar otras formas de vida, otros
comportamientos en esos países más avanzados que el nuestro, fue creando con
rapidez una concienciación diferente en el mundo femenino. La mujer, en
especial las jóvenes, veían a otras mujeres más libres de ocupaciones
domésticas. Debido, sin duda, a disponer de otros medios que en España no
existían, dado el retraso de bastantes años que nuestro país llevaba respecto a
su entorno en el mundo occidental. Pero, también, debido a otra mentalidad naciente
en el hombre, más abierta y más proclive
a colaborar más en el hogar. Menos
anclada en aquella vieja concepción machista
de la vida doméstica y más liberal en este terreno. Los hombres y mujeres
españoles veían en la pantalla del cinematógrafo
a un Jack Lemon haciendo la
comida en su casa o lavando la ropa y a una Audrey Hebburn saliendo a trabajar a una oficina. Todo esto que a
las abuelas de los cincuenta no les decía nada y provocaba una irónica sonrisa,
a la mujer más joven de esos años si le transmitía un mensaje que recibía con
agrado. El hombre podía y debía ayudar en casa y ella podía aspirar a llegar a
trabajar en una oficina, en un comercio o donde fuese. Quizás todo se quedó en
esos años en un mero descubrimiento de otro mundo diferente, pero fue un paso
importante.
Los sesenta trajeron ya el cambio, el gran
cambio. La gente de mi generación, nacida en los cuarenta, niños o jovencitos
en los cincuenta, pasamos a ser ya jóvenes en toda regla en los sesenta. Y en
esa década, estudiamos una carrera o nos incorporamos al mundo laboral. Y
en todo caso, la mayor parte, terminamos esa década ya instalados en nuestros
respectivos puestos de trabajo, teniendo novia o habiéndose casado. Era, por
tanto, el desembarco de nuestra generación en la vida laboral y social del
país. Y esto sí que se notó mucho en lo que venimos tratando. Se produjo el
gran cambio. A partir de ese momento, en el que muchas chicas comenzaron a
trabajar fuera de sus hogares, aquella dualidad absoluta de roles se
resquebrajó en la mayor parte de ellos. Al menos, comenzó esa innovación que se
culminaría en las dos décadas siguientes.
El avance de los medios técnicos aplicados a
las tareas hogareñas fue extraordinario. Al trabajar, en muchos casos, ambos
esposos fuera del hogar, se hizo necesaria la participación activa de ambos
cónyuges en esas tareas. Y dejó de verse mal, en los ambientes de la calle y
del entorno de cada familia, que el hombre hiciese cosas tales como ir a
comprar, llevar los niños al colegio o plancharse la ropa. Los hombres de mi
generación, educados en ambientes diferenciadores del rol de la mujer con
respecto al hombre, de aquello de la mujer en su casita y el hombre a trabajar
y a descansar, fuimos comprendiendo y poniendo en marcha esa colaboración
activa en las tareas del hogar.
¿Qué había sucedido? El cambio de mentalidad
que estaba en su fase inicial y que protagonizaría nuestra generación, pionera
en tantas cosas. Atrás quedaba un pasado de prejuicios sociales y de qué dirán. No obstante esto no fue
radical, y en el mundo de nuestros mayores las cosas siguieron como estaban
antes, salvo ligeros cambios.
La década de los setenta aportó ya un cambio mayor.
¿En qué sentido? No, evidentemente, en una equiparación total de ambos sexos
con respecto a las tareas del hogar. El hombre siguió mayoritariamente
trabajando fuera y con horarios extensos, mientras una parte importante de las
mujeres no lo hacían así y continuaban volcadas con las tareas del hogar y el
cuidado de los hijos. Pero sí en una colaboración, más o menos extensa, del
hombre en esas tareas. Siempre con una cierta graduación según cada casa. Pero,
es evidente que una parte de los hombres pasó ya a colaborar más en esas tareas
hogareñas, mientras otra siguió anclada en esa vieja mentalidad heredada del
hogar para la mujer. La igualdad total no se alcanzó, todavía, en esos años.
En cuanto a los medios materiales para hacer
esas tareas hogareñas, partimos de la situación en los cuarenta. La escoba, el
cubo y el jabón de taco eran los elementos esenciales para la limpieza de
suelos en las casas. La escoba de confección vegetal, con su mango de caña, se
pasaba minuciosamente a diario por toda la casa. Después se fregaban los suelos
con la ayuda de un cepillo y una bayeta, manejada por la mujer de la casa,
arrodillada permanentemente hasta acabar su tarea. Sus rodillas sobre el duro
suelo, generalmente de baldosas. A veces usaban algo para arrodillarse y hacer
menos dura la tarea. El jabón de taco era el elemento de limpieza más habitual,
aunque con frecuencia la lejía se mezclaba con el agua para limpiar mejor. Los
guantes no se conocían ni usaban para esta tarea. Es fácil imaginarse la dureza
de esta labor que, entre otras cosas, obligaba a forzar mucho la espalda,
caderas y zona lumbar. Cada cierto tiempo se limpiaban paredes y techos, usando
una escoba envuelta con un trapo.
La cocina de carbón, con su amplia estructura
de hierro, requería continua limpieza. En especial sus planchas y superficies
superiores. De nuevo, el jabón de taco y estropajo, un cepillo o algún trapo de
limpieza servían para este trabajo. Las manos y las uñas, como en la limpieza
de suelos, sufrían los rigores de este esfuerzo. Las mujeres debían de combatir
con el uso de algunas cremas los estragos que causaban esas limpiezas en sus
manos agrietadas, resecas y enrojecidas, con las uñas en continuo sufrimiento.
Para el lavado de platos, vajillas, cubiertos
y demás elementos de cocina utilizados en las comidas, solía disponerse de un
lavadero. Allí, bajo el agua del grifo, se fregaban a mano todos los cacharros,
escurriéndolos después y secándolos con alguna bayeta. El lavado de la ropa
solía hacerse en una pila que había en la mayoría de las casas. Se utilizaba,
además, la tabla de lavar, que era de madera. Tenía una serie de ondulaciones
que permitían frotar contra ellas la ropa con el jabón de taco. Con frecuencia
se ponía previamente la ropa a remojo, llenando de agua la pila añadiendo algo
de lejía. En muchas casas se usaba, además, un producto llamado azulina.
Después de un tiempo en remojo, debían de lavarse las prendas, una a una, sobre
la tabla de madera, frotando con la mano. Tras esto se tendía la ropa en tendales, que en las casas de
pisos solían estar en la fachada o en patio interior. En las casas de campo, se
tendía sobre alambres en las huertas o patios, e incluso en el exterior
extendidas sobre la hierba.
En muchos pueblos y aldeas y en algunas
ciudades, la ropa se lavaba en lavaderos públicos. Allí había agua abundante. Las
aguas de ríos próximos eran también utilizadas para este fin en numerosos
lugares. Toda una serie de apuntes sociológicos podemos hacer sobre estos
lavaderos, existentes todavía hasta los cincuenta en muchos puntos de España.
Me limitaré a algunos recuerdos de mi infancia en el pueblo en que vivía
entonces. Diversas lavanderas, mujeres que hacían de esta operación un
verdadero oficio o complemento para completar sus recursos económicos, se
ocupaban de esta tarea. Se mezclaban con algunas otras mujeres que lavaban sólo
su propia ropa. Las primeras recogían por las casas encargos de ropa a lavar,
concertando el precio. Se hacía la colada en un río próximo al pueblo, que
exigía caminar un kilómetro más o menos con la ropa sucia portada sobre sus
cabezas en grandes recipientes. Lavaban todas las mujeres juntas, en medio de
una algarabía de voces y conversaciones. La operación era meticulosa ya que solían
hacer muy bien su trabajo. Sus espaldas sufrían, mientras lavaban de rodillas
junto al río. El frío que debían soportar, en los largos meses del invierno, no
era nada desdeñable, así como los vientos y la lluvia cuando ésta las
sorprendía en su trabajo. Eran gentes fuertes, pero a las que la vida les
pasaba, más o menos tarde, factura sobre su propia salud. Pero quizás lo más
interesante, desde el punto de vista de la curiosidad sociológica, era que esa
confluencia asidua de aquellas mujeres originaba un intercambio, en voz alta,
de toda clase de informaciones. Se hablaba de los moradores de las casas para
las que lavaban, de sus vecinos y de toda la gente de la localidad. Todas las
comidillas pasaban por allí, aumentadas y exageradas, cuando no nacían de aquel
río toda clase rumores, infundios o comentarios. Era como un gran patio de
vecindad, abierto a mil habladurías. Si el hijo del panadero había sido visto
con la hija del taxista, se hablaba, se comentaba y acababa en proyecto
inminente de boda. Si alguien había observado una fría conversación del
profesor tal con la señorita cual, se comentaba que había ruptura por la
oposición de la madre de ella o porque la cortejaba el hijo del director del
banco. Y así continuamente. El río era,
aparte de un lavadero público, un torrente de rumores siempre desmadrado.
Los años cincuenta y sesenta fueron aportando
elementos técnicos para el hogar que liberaron, progresivamente, del esfuerzo
físico mayor. Una de las primeras mejoras que recuerdo fue el frigorífico o
nevera. El frío se obtenía de unas largas barras de hielo que traían a las
casas, cada poco tiempo. Pero esto permitió guardar los alimentos más
perecederos y conservarlos más tiempo. Después ya pasaron a ser eléctricas.
La fregona, ese invento tan sencillo como
útil, eliminó la cruel postura de rodillas sobre el suelo para limpiarlo. La
lavadora acabó con la esclavitud de las pilas y las tablas de lavar y con sus
consecuencias de reumatismos y dolores de espalda y riñones de tantas mujeres.
El lavavajillas, más tarde, facilitó el
lavado de los cacharros tras las comidas.
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