viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 7
LAS TAREAS DEL HOGAR

En este capítulo vamos a considerar dos aspectos diferentes. De un lado, iremos viendo quién y cómo se iba ocupando del amplio espectro de las tareas hogareñas. De otro, trataremos de exponer la evolución de los utensilios y aparatos que fueron, a lo largo de los años, aligerando el peso de esas tareas al hacerlas más llevaderas y cómodas. Empecemos por el primer aspecto mencionado.

En los años cuarenta, la cultura imperante y las costumbres tradicionales, transmitidas de padres a hijos, eran profundamente machistas, de acuerdo con la terminología y el pensamiento del mundo actual. A través de siglos, en la vida matrimonial, la mujer era, según esos usos tradicionales, quién se debía ocupar de todas las tareas del hogar y del cuidado y educación de los hijos. Y así seguía siendo en esos años de la primera mitad del siglo pasado en España. La mujer no trabajaba, en su inmensa mayoría, fuera de su casa. Por el contrario, su labor era dentro del hogar, abarcando todas las tareas necesarias y habituales. El hombre era quien trabajaba fuera y traía el dinero a su casa, para mantener a su mujer y a su prole. Esta división estaba profundamente marcada. Los roles estaban muy bien definidos y eran los mismos en todos los hogares. Quizás, la diferencia posible en algunos de ellos venía dada por la posibilidad de mantener servicio doméstico en cualquiera de sus formas. Así, en las casas más pudientes económicamente, había una o más personas contratadas que, viviendo en esa casa o externamente, realizaban la mayor parte de las tareas del hogar. Esto liberaba a la señora de la casa, que pasaba a hacer labores de control y vigilancia de esas tareas, así como se ocupaba de la educación de los hijos. 

Pero eso sucedía en una minoría de hogares. En la mayor parte de ellos, en esa España empobrecida y sometida a toda clase de restricciones, inmersos en la posguerra y en todas sus carencias, todo el peso de las tareas hogareñas caía sobre la esposa. Pero, además, en los usos y costumbres de la época, por lo general, el hombre no se planteaba otra cosa.  No era imaginable, salvo casos de enfermedad de la esposa, ver a un hombre lavando la ropa, poniendo la mesa o fregando el suelo. Socialmente no estaba bien considerada esa cooperación en las tareas hogareñas y el interesado lo veía así. Posiblemente, lo contrario podría ser causa de bromas y pullas, más o menos pesadas, entre sus amigos y colegas de trabajo. 

El hombre, al llegar a su casa, descansaba o estaba jugueteando con los niños. También podía atender a sus diversos hobbies o entretenimientos. Aparte de jugar la partida en el bar o café, lo que era un auténtico deporte nacional, podía de acuerdo con sus circunstancias y posibilidades hacer chapuzas o arreglos por la casa, cuidar unas palomas o unos conejos en el patio interior, leer detenidamente el periódico o un libro, o cuidar sus plantas en el patio o en el balcón de su casa. Esto por citar algunas cosas de las más habituales. Entretanto, la mujer afrontaba toda la larga lista de tareas domésticas que desarrollaba de forma totalmente manual. Todo era puro esfuerzo físico, al que se unía el necesario para poner en marcha a sus hijos cada mañana, mandarlos o llevarlos al colegio y recibirlos, de nuevo, a su regreso.

Así las cosas, es fácil imaginarse ese mundo de los cuarenta. Hay que añadir que la mujer, por influjo de esas costumbres transmitidas de padres a hijos durante generaciones, lo admitía así y en general no se planteaba otra cosa. Habría excepciones, sin duda, pero pienso que era así mayoritariamente. Una mujer, generalmente, no dejaba que su hijo se planchase una camisa o que el marido hiciese la comida o fuese a la plaza a comprar. Esta era su cultura, pensando que no le correspondía hacerlo, que no sabría o qué iban a decir los vecinos. Pese a esto y en contraste con todo ello, la mujer sí empezaba a ver otros patrones de comportamiento que le resultaban extraños y exóticos. Era en el cine, al que los españoles acudían de tarde en tarde en esa época. Habría que esperar a la siguiente década, la de los cincuenta, para que llegase la gran explosión del cine y de la asistencia masiva de los españoles a ellos.

Pese a esta situación de dualidad de roles en la vida del hogar, esto no afectaba al nivel emocional y de sentimientos de los esposos. Cada uno jugaba su propio papel en la vida, tal como lo habían hecho sus padres y abuelos. El cariño, el amor, la alegría en la vida del hogar no se solían ver afectados por esto. La mujer, en general, no se sentía frustrada ni amargada por esta situación, lo que sí sucedía por las penurias económicas y las carencias de alimentos, de vestido o de elementos del hogar. Se puede decir que la mujer española se forjó en su carácter, sobrellevando con entereza toda esa complicada situación de la posguerra. También los hombres, que debían trabajar bastante y ganar poco, sintiendo igualmente esas faltas y estrecheces en sus casas.

La década de los cincuenta no cambió, en principio y en lo fundamental, este orden de cosas. El hogar siguió siendo territorio propio de la mujer, mientras el hombre trabajaba fuera y aportaba recursos económicos. Aunque las penurias de los españoles seguían siendo algo presente todavía en sus vidas, si se fue paulatinamente produciendo un cambio. Lento y limitado, pero cambio. La reconstrucción material del país iba avanzando. Carreteras, puentes, ferrocarriles, edificios oficiales, industrias y comercios fueron volviendo a su anterior nivel, ampliándose ante el intenso trabajo en obras públicas. Nuevas viviendas fueron surgiendo por todas partes. El trabajo intensivo de los españoles iba dando sus frutos. Aunque el nivel remunerativo era bajo, en general, si permitió en el transcurso de esa década un cierto avance económico en multitud de hogares. Aunque esto es así, si dejamos al margen la oleada de españoles que emigraron a otros países en busca de una vida mejor y los cinturones de chabolas y pobreza que rodeaban las principales urbes del país.

De este modo, esa población hispana que se dividía desde tiempos ancestrales entre una minoría rica y pudiente y una inmensa mayoría formada por la clase baja, de escasos recursos económicos, empezó a evolucionar hacia otro modelo. Comenzaban a formarse las clases medias, aquellos hogares que salían de la pobreza y escasez para ascender un peldaño, alcanzando al menos pequeños desahogos. Fue la época en que comenzaron a modernizarse algo los hogares y en los que los españoles iban al cine, al futbol y a los toros de forma masiva y con bastante frecuencia.

La entrada de algunos elementos de ayuda a las tareas del hogar, de los que hablaremos en este mismo capítulo, empezó a facilitar el trabajo de la mujer. Es también la época en que empieza a avanzar, lentamente, el trabajo femenino fuera de sus casas. El hombre sigue fiel a su mentalidad ya analizada antes, que le llevaba a no participar mucho del trabajo en su hogar. Pero algo estaba ya cambiando en el ambiente social. Personalmente, creo que el cine con la continua visión de películas americanas y europeas, en las que se podían observar otras formas de vida, otros comportamientos en esos países más avanzados que el nuestro, fue creando con rapidez una concienciación diferente en el mundo femenino. La mujer, en especial las jóvenes, veían a otras mujeres más libres de ocupaciones domésticas. Debido, sin duda, a disponer de otros medios que en España no existían, dado el retraso de bastantes años que nuestro país llevaba respecto a su entorno en el mundo occidental. Pero, también, debido a otra mentalidad naciente en el hombre,  más abierta y más proclive a colaborar más en el hogar. Menos anclada en aquella vieja concepción machista de la vida doméstica y más liberal en este terreno. Los hombres y mujeres españoles veían en la pantalla del cinematógrafo a un Jack Lemon haciendo la comida en su casa o lavando la ropa y a una Audrey Hebburn saliendo a trabajar a una oficina. Todo esto que a las abuelas de los cincuenta no les decía nada y provocaba una irónica sonrisa, a la mujer más joven de esos años si le transmitía un mensaje que recibía con agrado. El hombre podía y debía ayudar en casa y ella podía aspirar a llegar a trabajar en una oficina, en un comercio o donde fuese. Quizás todo se quedó en esos años en un mero descubrimiento de otro mundo diferente, pero fue un paso importante.

Los sesenta trajeron ya el cambio, el gran cambio. La gente de mi generación, nacida en los cuarenta, niños o jovencitos en los cincuenta, pasamos a ser ya jóvenes en toda regla en los sesenta. Y en esa década, estudiamos una carrera o nos incorporamos al mundo laboral. Y en todo caso, la mayor parte, terminamos esa década ya instalados en nuestros respectivos puestos de trabajo, teniendo novia o habiéndose casado. Era, por tanto, el desembarco de nuestra generación en la vida laboral y social del país. Y esto sí que se notó mucho en lo que venimos tratando. Se produjo el gran cambio. A partir de ese momento, en el que muchas chicas comenzaron a trabajar fuera de sus hogares, aquella dualidad absoluta de roles se resquebrajó en la mayor parte de ellos. Al menos, comenzó esa innovación que se culminaría en las dos décadas siguientes.

El avance de los medios técnicos aplicados a las tareas hogareñas fue extraordinario. Al trabajar, en muchos casos, ambos esposos fuera del hogar, se hizo necesaria la participación activa de ambos cónyuges en esas tareas. Y dejó de verse mal, en los ambientes de la calle y del entorno de cada familia, que el hombre hiciese cosas tales como ir a comprar, llevar los niños al colegio o plancharse la ropa. Los hombres de mi generación, educados en ambientes diferenciadores del rol de la mujer con respecto al hombre, de aquello de la mujer en su casita y el hombre a trabajar y a descansar, fuimos comprendiendo y poniendo en marcha esa colaboración activa en las tareas del hogar.

¿Qué había sucedido? El cambio de mentalidad que estaba en su fase inicial y que protagonizaría nuestra generación, pionera en tantas cosas. Atrás quedaba un pasado de prejuicios sociales y de qué dirán. No obstante esto no fue radical, y en el mundo de nuestros mayores las cosas siguieron como estaban antes, salvo ligeros cambios.

La década de los setenta aportó ya un cambio mayor. ¿En qué sentido? No, evidentemente, en una equiparación total de ambos sexos con respecto a las tareas del hogar. El hombre siguió mayoritariamente trabajando fuera y con horarios extensos, mientras una parte importante de las mujeres no lo hacían así y continuaban volcadas con las tareas del hogar y el cuidado de los hijos. Pero sí en una colaboración, más o menos extensa, del hombre en esas tareas. Siempre con una cierta graduación según cada casa. Pero, es evidente que una parte de los hombres pasó ya a colaborar más en esas tareas hogareñas, mientras otra siguió anclada en esa vieja mentalidad heredada del hogar para la mujer. La igualdad total no se alcanzó, todavía, en esos años.

En cuanto a los medios materiales para hacer esas tareas hogareñas, partimos de la situación en los cuarenta. La escoba, el cubo y el jabón de taco eran los elementos esenciales para la limpieza de suelos en las casas. La escoba de confección vegetal, con su mango de caña, se pasaba minuciosamente a diario por toda la casa. Después se fregaban los suelos con la ayuda de un cepillo y una bayeta, manejada por la mujer de la casa, arrodillada permanentemente hasta acabar su tarea. Sus rodillas sobre el duro suelo, generalmente de baldosas. A veces usaban algo para arrodillarse y hacer menos dura la tarea. El jabón de taco era el elemento de limpieza más habitual, aunque con frecuencia la lejía se mezclaba con el agua para limpiar mejor. Los guantes no se conocían ni usaban para esta tarea. Es fácil imaginarse la dureza de esta labor que, entre otras cosas, obligaba a forzar mucho la espalda, caderas y zona lumbar. Cada cierto tiempo se limpiaban paredes y techos, usando una escoba envuelta con un trapo.

La cocina de carbón, con su amplia estructura de hierro, requería continua limpieza. En especial sus planchas y superficies superiores. De nuevo, el jabón de taco y estropajo, un cepillo o algún trapo de limpieza servían para este trabajo. Las manos y las uñas, como en la limpieza de suelos, sufrían los rigores de este esfuerzo. Las mujeres debían de combatir con el uso de algunas cremas los estragos que causaban esas limpiezas en sus manos agrietadas, resecas y enrojecidas, con las uñas en continuo sufrimiento.

Para el lavado de platos, vajillas, cubiertos y demás elementos de cocina utilizados en las comidas, solía disponerse de un lavadero. Allí, bajo el agua del grifo, se fregaban a mano todos los cacharros, escurriéndolos después y secándolos con alguna bayeta. El lavado de la ropa solía hacerse en una pila que había en la mayoría de las casas. Se utilizaba, además, la tabla de lavar, que era de madera. Tenía una serie de ondulaciones que permitían frotar contra ellas la ropa con el jabón de taco. Con frecuencia se ponía previamente la ropa a remojo, llenando de agua la pila añadiendo algo de lejía. En muchas casas se usaba, además, un producto llamado azulina. Después de un tiempo en remojo, debían de lavarse las prendas, una a una, sobre la tabla de madera, frotando con la mano. Tras esto se tendía la ropa en tendales, que en las casas de pisos solían estar en la fachada o en patio interior. En las casas de campo, se tendía sobre alambres en las huertas o patios, e incluso en el exterior extendidas sobre la hierba.

En muchos pueblos y aldeas y en algunas ciudades, la ropa se lavaba en lavaderos públicos. Allí había agua abundante. Las aguas de ríos próximos eran también utilizadas para este fin en numerosos lugares. Toda una serie de apuntes sociológicos podemos hacer sobre estos lavaderos, existentes todavía hasta los cincuenta en muchos puntos de España. Me limitaré a algunos recuerdos de mi infancia en el pueblo en que vivía entonces. Diversas lavanderas, mujeres que hacían de esta operación un verdadero oficio o complemento para completar sus recursos económicos, se ocupaban de esta tarea. Se mezclaban con algunas otras mujeres que lavaban sólo su propia ropa. Las primeras recogían por las casas encargos de ropa a lavar, concertando el precio. Se hacía la colada en un río próximo al pueblo, que exigía caminar un kilómetro más o menos con la ropa sucia portada sobre sus cabezas en grandes recipientes. Lavaban todas las mujeres juntas, en medio de una algarabía de voces y conversaciones. La operación era meticulosa ya que solían hacer muy bien su trabajo. Sus espaldas sufrían, mientras lavaban de rodillas junto al río. El frío que debían soportar, en los largos meses del invierno, no era nada desdeñable, así como los vientos y la lluvia cuando ésta las sorprendía en su trabajo. Eran gentes fuertes, pero a las que la vida les pasaba, más o menos tarde, factura sobre su propia salud. Pero quizás lo más interesante, desde el punto de vista de la curiosidad sociológica, era que esa confluencia asidua de aquellas mujeres originaba un intercambio, en voz alta, de toda clase de informaciones. Se hablaba de los moradores de las casas para las que lavaban, de sus vecinos y de toda la gente de la localidad. Todas las comidillas pasaban por allí, aumentadas y exageradas, cuando no nacían de aquel río toda clase rumores, infundios o comentarios. Era como un gran patio de vecindad, abierto a mil habladurías. Si el hijo del panadero había sido visto con la hija del taxista, se hablaba, se comentaba y acababa en proyecto inminente de boda. Si alguien había observado una fría conversación del profesor tal con la señorita cual, se comentaba que había ruptura por la oposición de la madre de ella o porque la cortejaba el hijo del director del banco. Y así continuamente.  El río era, aparte de un lavadero público, un torrente de rumores siempre desmadrado.

Los años cincuenta y sesenta fueron aportando elementos técnicos para el hogar que liberaron, progresivamente, del esfuerzo físico mayor. Una de las primeras mejoras que recuerdo fue el frigorífico o nevera. El frío se obtenía de unas largas barras de hielo que traían a las casas, cada poco tiempo. Pero esto permitió guardar los alimentos más perecederos y conservarlos más tiempo. Después ya pasaron a ser eléctricas.

La fregona, ese invento tan sencillo como útil, eliminó la cruel postura de rodillas sobre el suelo para limpiarlo. La lavadora acabó con la esclavitud de las pilas y las tablas de lavar y con sus consecuencias de reumatismos y dolores de espalda y riñones de tantas mujeres. El lavavajillas, más tarde, facilitó el  lavado de los cacharros tras las comidas.

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