viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 8
NIÑOS, MÉDICOS Y ENFERMEDADES

Uno de los aspectos más interesantes para narrar en este libro es, sin duda y aunque pueda parecer inapropiado, el de los niños y las enfermedades que íbamos pasando en los años de la posguerra, hasta los sesenta más o menos. Todo un mundo cultural y de tradiciones empapaba este tema en aquella época, en la que la medicina distaba años luz de la actual. Para quienes no vivieron aquellos años resultará un tanto increíble todo esto.

Partamos de un hecho cierto y demostrado. Los niños nacidos a lo largo de la guerra civil y en los años cuarenta éramos, por lo general, de constitución más débil que lo han sido nuestros hijos. Éramos, más bajos y delgados que ellos. La falta de alimentos adecuados, de vitaminas, de calcio, de proteínas suficientes, cuando no el hambre pura y dura, tuvieron toda la culpa en esa endeblez infantil. Y aunque el cuerpo humano tiende a  adaptarse al medio y circunstancias en que vive, llegando a fortalecerse lo suficiente para sobrevivir lo mejor posible, las carencias estaban a la vista en la mayoría de los españolitos de ambos sexos.

Éramos, en consecuencia, terreno fácil para muchos virus y bacterias que pululaban por nuestras casas y colegios, por las calles y por todas partes. Pero nuestros mayores tenían remedios para todo, heredados en gran parte de tradiciones centenarias. Y, cuando no, estaban los médicos.

Las enfermedades infantiles parecían seguir un curso cíclico. Todos los niños, o al menos la mayoría, íbamos pasando por ellas unos tras otros. Muchas saltaban de hermano a hermano o de uno a otro compañero de pupitre. No había vacunas para la mayoría de ellas y la creencia popular era que mejor cogerlas pronto que tarde o que no pasarlas en la infancia. Era el caso de enfermedades tales como la viruela, las paperas, la tosferina, el sarampión, la varicela o la escarlatina. Éstas eran todas de obligado cumplimiento. Casi nadie se libraba de ellas y de unos días en casa, sin colegio y aislado de otros chicos o chicas. Y si de alguna de ellas lograba escabullirse sin pasarla, como era el caso de las paperas, podía esperarse un calvario en la juventud o en edad más madura. Así lo vaticinaba la sabiduría popular.

Un clásico de todos los tiempos eran las anginas. Esta antipática enfermedad, que daba con los pequeños en la cama, aquejados de fiebre, dolor de cabeza y de garganta y llevaba a no comer por las molestias al tragar, hacía estragos tan pronto llegaban los aires fríos y las lluvias. El niño se mojaba o le cogía el frío y ¡ale!... anginas.  Cuando comencé a padecer de ellas, como todos mis amigos y compañeros, ya existían los primeros antibióticos en las farmacias. La penicilina y la estreptomicina comenzaban a inyectarse para combatir las amígdalas inflamadas. Se combatía la fiebre con aspirinas o cafiaspirinas, con Okal o con calmante vitaminado Pérez-Giménez. A veces se colocaba un pañuelo mojado sobre la frente del niño. Para la tos nos daban pastillas Koki o pastillas Juanola. Pero lo malo eran las inyecciones. Podría escribir un tratado sobre mis vivencias de aquellos días en los que, consecutivamente, uno tras otro, llegaba a casa el practicante. Reconozco que cogí cierto odio a esta figura de la medicina. Con frecuencia se trataba de personas no expertas en esa profesión, amigos o familiares que sabían poner inyecciones. Al menos, eso se decía.  El caso es que el trasero, en este caso el mío, iba siendo asaetado, alternativamente derecho e izquierdo, con aquellas largas y puntiagudas agujas. Vale le pena narrar con más detalle esas terroríficas escenas, para su conocimiento y recuerdo.

El niño ya sabía que todos los días, a las cinco de la tarde, vendrían a ponerle la inyección. Contaba las horas de espera, acostado en la cama y con su fiebre a cuestas, aumentando su nerviosismo mal disimulado. De poco valía, en esos momentos, la presencia de su padre o madre con un juguete o un cuento en sus manos. Hacia las cinco se palpaba la tensión en su habitación, mientras esperaba oír la voz del practicante de turno que venía a pincharle. Inevitablemente llegaba, escuchaba sus palabras hablando con sus padres, sus pasos en la escalera subiendo hacia su cuarto y, finalmente, la entrada con su pequeño maletín a cuestas. Sí, allí traía el cuerpo del delito: la jeringuilla de cristal y el juego de agujas. Con un poco de algodón, empapado en alcohol, y una cerilla para prenderle fuego se desinfectaba la aguja elegida. ¡Ese maldito olor a alcohol que presagiaba lo que iba a suceder! El niño, en su cama, palidecía mientras su padre le indicaba que debía darse la vuelta y bajarse el calzoncillo. Al hacerlo veía de refilón como aquel hombre colocaba la aguja desinfectada en la jeringuilla, pinchaba el frasquito de la penicilina, lo invertía y extraía el líquido de éste. Luego ya, boca abajo, impotente para protestar o impedir aquel desaguisado, procurando no llorar para demostrar su incipiente hombría, esperaba el fatal momento. El del pinchazo. Algunos de aquellos pinchadores tenían la costumbre de dar unos golpecitos con sus dedos sobre la zona elegida del trasero del rapaz para relajar a éste que esperaba con sus músculos contraídos. Así el riesgo de rotura de aguja debería disminuir. Con frecuencia, ni con esas. Al final la aguja se clavaba, unas veces con fiereza, otras sin notarse, como movida por manos de un artista. Y todo terminaba para desahogo del chaval,  que no podía ser plenamente feliz pensando en que al día siguiente se repetiría la escena. Y ya no vale la pena mentar la casuística posible y que a veces sucedía. Por ejemplo, que hubiese que volver a pinchar por no haberlo hecho en sitio adecuado.

Claro que, pese a todo, había algo más salvaje en los casos de anginas. Al menos la voz populi infantil, que corría por los recreos y aulas infantiles, era que podía ser peor. A mi hermanito lo operaron ayer de anginas o a Carmencita le extirparon las amígdalas. Estas frases se escuchaban y se clavaban en el alma del propenso o repetidor de casos de anginas. Y con razón, ya que el médico solía aconsejar, más o menos pronto, la operación de esas protuberancias inútiles como se decía entonces. No valían para nada, juzgaba el vulgo y gran parte de la clase médica. Sólo para dar problemas. Así que operar al hijo era lo que solían indicar a los padres. Doy fe que a mi alrededor fueron cayendo muchos en el sillón del cirujano que operaba de anginas. Compañeros de clase, amigos, familiares, mi hermana. Me libré de esa experiencia en el último segundo, al señalar el doctor que si vuelve a coger las anginas, que las cogerá seguro, ya lo operamos y listo. Tuve suerte, no las cogí más en ese curso y me escapé. Por supuesto no voy a describir aquí esa villanía que se hacía a los chiquillos. Eso sí, sorprendentemente  solían echar a correr a las pocas horas, tras permanecer en casa, con hielo en la boca y un juguete, un TBO o unos sobre de cromos de futbolistas recién comprados por sus padres en premio a su valor.

Otro de los males que padecíamos los niños eran los empachos por algún exceso alimenticio. Solía meterse en el mismo saco de estos empachos a otros males estomacales, por haber sentado mal alguna comida o alimento. Las madres y, sobre todo, las abuelas de los cuarenta eran expertas en el tema y rápidamente soltaban aquello de ¡a este niño hay que purgarlo! Vive Dios que si no saben lo que es esto es preferible que no sigan leyendo. El pobre chiquillo debía pasar por el duro trance de tomarse unas cucharadas de aceite de ricino o de algún otro purgante. El aceite de ricino sabía realmente mal y provocaba la necesidad de correr al wáter y aligerar el dichoso empacho o lo que fuese. Los retortijones estomacales formaban parte del proceso. La purga era un procedimiento odioso y un tanto feroz, pero el empacho desaparecía de súbito. En algunas casas se utilizaba para los males estomacales un vaso de jugo de un limón, al que se añadían bicarbonato sódico y azúcar. Se formaba una abundante espuma y se tomaba. Era de sabor agradable y bastante eficaz.

Una variante, si había estreñimiento o algo de demora en la evacuación del vientre del niño, eran las lavativas o lavatorios. Era una práctica más frecuente en unas regiones hispanas que en otras. Pero, en mi caso y viviendo en tierras del Mediterráneo y del norte de África, las sufrí en varias ocasiones. Aunque tiene un cierto paralelismo con los actuales enemas, la parafernalia era otra. Se requería una palangana, un tubo de goma provisto de una boquilla y unido a una pera igualmente de goma. Llena la palangana de agua templada, la pera y el tubo hacían el resto. Y como en el caso del empacho, en pocos minutos había finalizado el estreñimiento para pasar a la normalidad total. También se usaba, en forma preventiva para estas situaciones, la llamada agua de Carabaña.

Como señalé al inicio de este capítulo, los niños de la posguerra no andábamos precisamente sobrados de vitaminas. Tampoco de hierro, calcio y demás necesidades de nuestro organismo.  Eso también tenía remedio. O más bien, remedios varios.  Así la mayoría de los infantes de esos años debimos de tomar aceite de hígado de bacalao. ¿Para qué? Para fortalecernos, para que  nos entrase el apetito o para salir de estados de infranutrición. Este aceite de hígado de bacalao también se las traía, con su espantoso y amargo sabor. Debía tomarse todos los días durante una temporada, tal como recomendaba el médico correspondiente. Para remediar la falta de calcio tomábamos unos jarabes blancos que tenían como componente básico ese elemento químico. La única ventaja de éste jarabe era su sabor algo más dulce. Entre los reconstituyentes habituales estaba el Fósforo Ferrero.

Por aquellos años cuarenta e inicio de los cincuenta hubo una amplia epidemia, entre los niños españoles, de una dura enfermedad. Me refiero a la poliomelitis  que provocó en muchos de sus afectados serios problemas en sus piernas y cojeras. Y aunque no se trata de enfermedades propiamente dichas, los niños de la posguerra vivimos las invasiones de piojos con cierta frecuencia. Normalmente se trataba de contagios en el colegio o jugando en la calle con otros chicos. Un remedio habitual era el corte del pelo a cero que efectuaba el barbero con una maquinilla. También se usaban algunos productos líquidos para lavar el cabello infectado.

El tránsito a los sesenta tuvo para mi generación dos efectos que modificaron por completo el panorama que acabo de describir. De una parte, entramos ya en edades de juventud, con una mayor fortaleza física y habiendo pasado ya toda la retahíla de enfermedades infantiles. De otra, por los evidentes  avances de la medicina a partir de los sesenta.

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